La persona como eje de la sociedad


Reflexión personal.

Dice el saber popular que cada persona es un mundo y esto es una gran realidad. La cantidad de factores que influyen en el ser humano es tan variada que convierten a cada individuo en un ser único, autónomo, diferenciado y con un complejo universo interior, completamente ajeno al resto de sus congéneres. Las circunstancias biológicas, físicas, sociales, culturales o afectivas determinaran el comportamiento de cada uno de ellos.
            Querer analizar, o tal vez juzgar, desdichada practica demasiado común entre los humanos, el comportamiento de un ser aislado carecerá de sentido si no analizamos a priori sus diferentes variables. La mayoría de los mortales obviamos este punto para convertir a nuestro semejante en el punto de mira de un fusil moral cargado con pensamientos injustos y que, con toda probabilidad, empleamos condicionados por nuestras premisas que no son, ni por asomo, objetivas.
            La sociedad, el mercado, los medios de comunicación y de control de masas, nos aconsejan, nos dicen, nos imponen qué es lo más importante, la forma de vida adecuada, el vestir, las últimas tendencias, el sistema económico. Todo es importante, todo menos el ser humano.
            El hombre es el ser que tiene por misión ocupar el centro de la realidad mundana y ostentar el primado sobre cualquier otro tipo de realidad. Esto significa que en toda jerarquía de valores él debe ser el valor supremo.
            De nada sirven los modelos económicos, proponer nuevos sistemas políticos, alentar otras sociedades, las vacaciones en Punta Cana, si no vemos la miseria que nos rodea, si perdemos de vista que el centro debe ser el propio ser humano.
Las nociones de estructura, especie, sociedad, sistema, están en función de otras más elementales y principales que son yo, sujeto, persona; siempre las estructuras deberán estar al servicio del hombre y no viceversa. Esto me recuerda al texto evangélico cuando, en la época de Cristo, los judíos consideraban el sábado como un día en el que apenas se puede realizar nada porque estaba, y sigue estando, dedicado al Señor. Fue Jesús quien en varias ocasiones les advirtió que el sábado estaba hecho para el hombre y no al revés.
Al ser humano se le debe considerar siempre como un valor absoluto, jamás como el medio apropiado para cambiar el sistema, manipulaciones políticas o establecer otros entes que al final terminan convirtiéndolo en un esclavo de otro sistema. El hombre en sí mismo es un valor, jamás una mercancía. Si lo valoramos como moneda de cambio, si lo utilizamos, en realidad acabaríamos devaluándolo, es decir, cosificándolo.
Si bien los condicionantes biológicos, estructurales o sociales condicionan la esencia humana, no la imponen. A lo largo de la historia aparece un factor novedoso que es el de  la voluntad individual, el libre albedrío, así, la historia se convierte en el espacio del protagonismo libre y responsable del hombre. Lo bueno y lo malo, las grandezas y miserias, son el resultado de la voluntad humana.
            En cuanto al hombre, que, como individuo aislado, recibe la presunción de bondad y fiabilidad, se convierte en un ser peor de cuanto pudiera esperarse cuando se contempla desde la perspectiva histórica. Ya no hablamos de personalidades como Napoleón, Leonardo Da Vinci o Alejandro Magno, sino del ser humano como tal en colectividades: las matanzas del nazismo, las depuraciones de la revolución francesa, las invasiones vikingas, o el islam no fueron realizadas por un solo individuo. En estos casos ya no hablamos de responsabilidad única del gobernante sino de colectividades enteras, de individuos que han ejecutado venganzas personales, odios enconados, escondidos bajo el manto del grupo social al que pertenecían.
El mal que ha producido nos lleva a afirmar en él una raíz de mal que habita en el corazón humano que es de suyo bueno. Es una congénita debilidad y el consiguiente desequilibrio ante la grandeza de su vocación al amor solidario. Porque en el mismo corazón humano comparten escena los grandes sentimientos de la humanidad, los grandes ideales de belleza, justicia y divinidad.
A la hora de apreciar lo que llamamos historia humana hemos de tener en cuenta que es mejor lo anónimo que lo historiado. En la historia, tal como se ha venido haciendo hasta ahora, se ha destacado más lo llamativo; quizá el hecho de que lo llamativo resulta malo indica que lo normal es mejor; no es normal el crimen, los asesinatos, la violencia, el odio, etc.
            Por desgracia el rápido y poderoso avance de los medios informáticos, tecnológicos y biológicos, que en el fondo fomentan la idea de un endiosamiento peligroso, depara a los humanistas una gran responsabilidad crítica en el terreno de lo práctico.  El peligro de la manipulación genética, la modelación funcional del cerebro, el control psicológico de masas, el narco-análisis, el lavado de cerebro, el uso bélico de la energía atómica, la militarización de la economía, etc., radica en su traslación a una nueva ideología global antihumanitaria cuya peligrosidad aumentaría exponencialmente si se pusiera al servicio de un designio totalitario.

Nota: El presente artículo es una meditación personal sobre la lectura del libro de Agustín Domingo Moratalla “Un humanismo del siglo XX: El Personalismo”.






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