Pedro de Ribadeneyra.

Fuentes: wikipedia, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Historia Crítica del Pensamiento Español (José Luis Abellán), Carta inédita (José Gómez Centurión - Boletín de la Real Academia de Historia. Tomo 60 (1912), pp. 162-167)

Pedro de Ribadeneyra S.I., biógrafo, historiador de la Iglesia y escritor ascético español del Siglo de Oro.
Pedro de Ribadeneyra S.I (Toledo, 1526 - Madrid, 1611) nació con el nombre de Pedro Ortiz de Cisneros pero adoptó el apellido de su abuela materna, oriunda de Riba de Neyra (Galicia). De padres nobles y ricos, sus abuelos “habían sido Regidores de aquella ciudad (Toledo), y servido a los Reyes Católicos en oficios honrosos de su palacio”. Parece ser que a los doce años dominaba la lengua latina y la retórica, que explicaba, cuando llegaba la ocasión, con singular maestría.
Prendado de su vivacidad, el Cardenal Alejandro Farnesio, Legado apostólico próximo a Carlos V, pidió permiso a su madre para llevárselo a Italia consigo, darle carrera y colocarle ventajosamente. Así fue como en 1539 viajó a Roma con el séquito del Cardenal.
Sin embargo el joven Rivadeneyra, con 13 años, era algo travieso  en una ciudad nueva. Un día en que distraído por alguna diversión no pudo recogerse á casa, no se atrevió a regresar temiendo el correspondiente castigo. Se dedicó entonces a vagabundear por la Ciudad Eterna hasta que, por casualidad, pasó por la casa en que se hallaba San Ignacio con sus compañeros, reunidos entonces en Roma para solicitar la confirmación y aprobación de su instituto. Entró allí, y halagado por la novedad y movido del afectuoso trato y exhortaciones del fundador de la Compañía, pidió ser admitido en ella. Aquella misma noche fue aceptado sin pasar por el prolijo examen que Ignacio solía hacer de sus discípulos.
Tenía entonces catorce años: su capacidad y su penetración se adelantaban a su corta edad, y por eso el fundador a pocos meses de novicio le hizo secretario suyo, fiando de su discreción y prudencia los negocios de la orden, que como niña a la sazón, según decía Rivadeneira, no era extraño que tuviese a un niño por secretario. A partir de aquel momento será considerado como el discípulo amado de S. Ignacio.
Sus estudios de filosofía y teología los hizo primero en Paris, después en Lovaina y en Padua. En 1549 fue enviado a Palermo con el padre Diego Lainez para fundar el Colegio que en aquella isla había de tener la Compañía, yendo él particularmente encargado de establecer los estudios de Latinidad y Retórica, cuya Cátedra se le confió con el título de Prefecto de ellos. Tres años permaneció allí, y después fue llamado a Roma por el fundador para que leyese Retórica en el Colegio Germánico.
Se ordenó sacerdote en 1553, dando desde entonces más austeridad a su vida, sin perder aquélla facilidad y suavidad de trato que le hicieron siempre querido por los suyos, grato a los Príncipes, cómodo a los extraños. Desde aquel tiempo fue uno de los primeros y más grandes propagadores de su instituto, y enviado a diferentes partes de Europa, siempre con importantes comisiones y gravísimos encargos.
Realizó dos viajes a Flandes (el primero en 1556), uno a Inglaterra (en época de María Tudor), y vuelto después a Roma, fue nombrado Visitador de todos los Colegios extramuros de aquella capital, Provincial de Toscana, Asistente de Italia en lugar del P. Salmerón, ausente entonces en Trento, y por último Comisario y Provincial de Sicilia.
Tres años después, siendo ya General de la Compañía San Francisco de Borja, fue llamado otra vez a Italia y hecho sucesivamente Rector del Colegio romano, Superior de todas las casas de la Orden que había en la ciudad y Asistente de Portugal y España.
Cuál fuese el desempeño que dio Rivadeneyra a estos encargos diferentes, que pronto se manifestaron la confianza y alto aprecio que mereció de los tres Generales primeros de la Orden, la estimación que granjeó en tan diversas provincias al instituto que profesaba, las muchas casas que fundó, los discípulos sobresalientes que tuvo, la infinidad de almas que ganó para la virtud con sus consejos, y sobre todo con su ejemplo.
Sin embargo, su salud se vio mermada y en 1573 se le dio licencia para retirarse a España. Después de recorrer varias casas profesas de la península se instaló definitivamente en Madrid en el año 1589. Su deseo era entregarse a la devoción y al estudio, fue entonces cuando empezó a redactar su obra.
Aunque escribió obras en latín, muchas de ellas las tradujo él mismo al castellano. Su estilo era como su alma, terso, natural y cándido: y el elocuente Granada, decía de la “Vida de S. Ignacio”, que en nuestra lengua no se había visto hasta entonces libro escrito con mayor prudencia, mayor elocuencia, y mayor muestra de espíritu y doctrina.
            Es autor de una importante colección especializada en escritores jesuitas, con el título de “Illustrius scriptorum religionis Societatis Iesu catalogus” (Amberes, Plantin, 1608), tarea en la que fue ayudado por su amigo y correligionario Juan Moreto, que realizó los índices. Se hicieron en vida suya varias reediciones ampliadas, una en Lyon, 1609, y otra en Amberes, 1611.
Entre las biografías que escribió destaca la de San Ignacio de Loyola, que conocía bien. La redactó primeramente en latín (1572) y luego en castellano (1583), siendo rápidamente traducida al alemán, francés, italiano y flamenco. También escribió las biografías de San Francisco de Borja o Borgia y del padre Diego Laínez (1594).
En 1599 y 1601 aparecieron los dos volúmenes de su “Flos sanctorum” o “Libro de las vidas de los santos”, que alcanzó mucho éxito. Fue también muy popular su “Historia eclesiástica del cisma del reino de Inglaterra” (Madrid, 1588), donde utiliza fuentes de otros autores, pero también su propia experiencia, ya que estuvo en Inglaterra y trató a católicos ingleses perseguidos que se habían refugiado en Bélgica.
También compuso obra política: “Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados. Contra lo que Nicolás Machiavelo y los políticos de este tiempo enseñan” (Madrid, 1595), donde se oponía a la razón de estado de Maquiavelo.
Como escritor ascético su obra más significativa es el “Tratado de la tribulación” (Madrid, 1589), de sesgo senequista, donde propone remedios contra la adversidad, que por entonces tenía ya reflejo histórico. Es una obra escrita en prosa admirable, recorrida por un viento de tristeza que produce en momentos cumbres de belleza.
Además, escribió un “Manual de oraciones para uso y aprovechamiento de la gente devota”. Tradujo “Las Confesiones del glorioso doctor de la Iglesia San Agustín”, traducidas de latín en castellano, 1596. Parte de sus escritos se contiene en Las obras del P. Pedro de Ribadeneyra de la Compañía de Jesús, agora de nueuo reuistas y acrecentadas. Madrid, 1595, otra edición en 1605, reeditadas en la BAE (Madrid, 1945).
Es de destacar también su “Vida y misterios de Cristo Nuestro Señor”, en ediciones diversas, por ejemplo en Madrid, Apostolado de la Prensa, 1923.
            Pedro de Ribadeneyra murió en Madrid a principios de octubre de 1611. Muchas son las alabanzas que se han realizado a su carácter, costumbres y talento, sin embargo destacan aquellas realizadas a la racionalidad y elegancia de sus obras.
El libro que le ha dado fama como tratadista político es su “Tratado de la religión y virtudes que debe tener El Príncipe Cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos de ese tiempo enseñan” (Madrid, 1595). Este libro es un tratado que propone toda una forma de gobernar y conservar los Estados mediante la aplicación de la recta doctrina de católica en contra de lo que mantenía Maquiavelo y los maquiavelistas de su época. Trata de recomponer el orden racional del Estado roto por el error maquiavélico al considerar incompatibles la razón natural y la religión. “Como si la religión cristiana –dice– y el Estado mejor que el Señor de todos los Estados nos ha enseñado para la conservación de ellos, así estos hombres políticos e impíos apartan la razón de Estado de la ley de Dios.” Según este punto de vista lo que pretende es restaurar la armonía entre razón y fe, concepción natural y religiosa.
            La tesis fundamental, similar a lo que sigue sucediendo en la actualidad con independencia de las creencias religiosas, es la que sostiene que no hay una sino dos razones de Estado: “una falsa y aparente; otra, sólida y verdadera; una engañosa y diabólica, otra cierta y divina; una, que del Estado hace religión; otra, que de la religión hace Estado; una enseñada de los políticos y fundada en vana prudencia y en humanos y ruines medios (¿esto suena a algo?), otra enseñada de Dios, que estaba en el mismo Dios y en los medios que Él, con su paternal providencia, descubre a los príncipes y les da fuerza para usar bien de ellos, como Señor de todos los Estados”. Repitiendo lo anteriormente intercalado, cualquier persona con dignidad ética, incluidas las agnósticas, compartirían en gran medida lo expuesto por este escritor.
            El maquiavelismo constituye la “razón de Estado” en el norte de la conducta del Príncipe, bajo este prisma hemos sido espectadores de infinidad de abusos por parte de los gobernantes, que hace así del Estado, religión; por eso, según Maquiavelo, el Príncipe se ha de servir para los fines políticos “de cualesquiera medios, buenos o malos, justos o injustos, que le puedan aprovechar”, llegando incluso a decir que  “debe mostrarse piadoso aunque no lo sea; y otras abrazar cualquier religión, por desatinada que sea”, o lo que es lo mismo practicar la demagogia de forma indiscriminada para la obtención del poder y su mantenimiento.
            La doctrina de que el fin –la “razón de Estado”– justifica los medios –entre los que la religión aparece como uno más– es  lo que indigna a Rivadeneyra y al resto de los antimaquiavelistas españoles; se rebelan contra el hecho de que la eficacia quede convertida en valor sustantivo, renunciando a cualquier justificación ética de la conducta para atenerse a las exclusivamente pragmáticas. Se admite el mal –la mentira, la tiranía, la injusticia– siempre  que quede avalado por el éxito, es decir, siempre que sea técnicamente recomendable, con independencia de su valor moral. Entre estos medios no se excluye –como decíamos antes– la religión, que queda así instrumentalizada en virtud de su valor político; esto es lo que llama Rivadeneyra “hacer religión del Estado”.
            El párrafo anterior, a la luz de los tiempos que corren, resulta desmoralizador por contemplar que casi cinco siglos después, esa norma que subordina la ética al mal, al éxito con independencia del valor moral, se ha convertido en “norma de general aplicación para todos nuestros políticos”, exceptuación algunos casos puntuales que se encuentran en cualquier ideología.
            El “Príncipe Cristiano”, entendido este en la actualidad como el gobernante, debe, por el contrario, supeditar la política a un orden superior de valores, como son los morales y los religiosos. Esta es la doctrina tradicional católica, que los antimaquiavelistas de esa época pretenden restaurar mediante una construcción política nueva que es el Estado de la Contrarreforma, donde el poder del Imperio ha sido sustituido por el de los Estados absolutos.
            Y ello no sólo porque el maquiavelismo sea falso como doctrina, sino porque además resulta ser perjudicial. La teoría maquiavélica “lleva al error, y dado el lazo entre verdad y bien, arrastra lo mismo a la perdición del Estado. Nuestros escritores del siglo XVII usarán el procedimiento de demostrar empíricamente las venturas de los Príncipes que se conservaron en la fe y aun que destacaron en su defensa, y, a la par, las desdichas de los que se alejaron de la enseñanza divina. En las palabras del propio Rivadeneyra, esta doctrina “obliga por mil títulos a no desviar un punto los ojos de la ley de Dios, a amarle, respetarle y servirle…, y, por no ofenderle, aventuran todos los estados, reinos y señoríos y haberes del mundo; porque perderlos por él es ganarlos”. Si entendemos aquí la Ley de Dios como el respeto a las personas, su dignidad, integridad y libertad, considero que en los tiempos que corren no existe persona, aunque no sea creyente, que se niegue a apoyarla.
            El resultado es que el maquiavelismo destruye el Estado mismo en cuanto régimen de poder justo y legítimo. En definitiva, pues, no hay más que una verdadera razón de Estado, que, inserta en la moral cristiana, aunque con matices distintos de la pura moral privada, asegura la conservación de la sociedad civil. Existe una abundante bibliografía del siglo XVII sobre esta razón de Estado. Por el contrario, el maquiavelismo lleva a la perdición del Príncipe, a la ruina del Estado, y destruye a este mismo en cuanto régimen de poder legítimo y justo. El resultado es pues la crisis y la tiranía, ya que la destrucción del orden del poder legítimo es lo que origina gobiernos tiránicos.
            Es curioso constatar las novedades que ofrecen a este respecto los tratadistas del siglo XVII en relación con los del XVI. No se preocupan del tirano por su origen ilegítimo, sino de aquel que lo es por su ejercicio, es decir, por realizar un uso injusto del poder. Equivaldría a situarnos en la modernidad con el uso injusto de la democracia para, en su nombre, aprovecharse con el uso de conductas carentes de ética.
            Desde este punto de vista, tirano es el Príncipe por la razón de Estado, ya sea este el cargo público que ocupe (ministro, consejero, concejal, etc).  “No consiste en otra cosa la propia tiranía que en hacer los príncipes su propia voluntad, sin sujetarse a la razón y derecho” (Gregorio López Madera, Excelencias de la Monarquía y reino de España” Madrid 1625).
            El tiranicidio es rechazado por los autores de este siglo por considerar que atenta contra la paz civil y el orden público: Saavedra Fajardo, Núñez de Castro, o Lancina, se muestran contrarios al derecho de resistencia que sería atribuir a la República una función soberana que sólo es propia del Rey. El tiranicidio, la instauración de la República o la supresión de la Monarquía, carecen de fundamento si la base ética de quienes la emplean carece de toda formulación moral. Es claro ejemplo que en la actualidad se están manipulando a las masas por una tendencia republicana para el objetivo último de quitar un monarca y poner otras cosas más afines a sus inquietudes personalistas.
            En el XVI los tratadistas estaban más preocupados de orientar y educar políticamente antes que demostrar o convencer, predominando de esta manera el sentido pedagógico. El sentido pedagógico de la literatura política del Barroco culmina lógicamente en la educación del Príncipe, que ha de ser un Príncipe Cristiano frente al Príncipe indiferente que pinta Maquiavelo.
            Señalar la importancia que tiene la historia en la educación del Príncipe, insisto que para el siglo XXI correspondería al gobernante, que adquiere un valor pragmático y ejemplar dentro de estos tratadistas. La historia muestra al político cómo ha de obrar, atendiendo a su persona, y aún más le mueve a obrar en virtud de la fuerza de imitación, que el siglo XVII concibe como un resorte psicológico de primordial importancia.
Por la influencia de los ejemplos que la historia muestra, el hombre “se hallará interiormente movido a la imitación o fuga de lo que va leyendo”, dice Jerónimo de San José. Pero también en su esencial relación con la conducta de los otros, el político será guiado por su conocimiento del pasado:
“Uno de los medios más importantes para alcanzar la prudencia tan necesaria al Príncipe –advierte Cabrera– en el arte de reinar es el conocimiento de las historias. Dan noticia de las cosas hechas por quien se ordenan las venideras, y así para las consultas son utilísimas”. Estudiar el pasado, disponer del presente y prevenir el futuro son tres partes íntimamente ligadas del arte político por excelencia, y de ellas, las dos últimas penden en gran medida de la primera, de la noticia y ejemplo de lo pasado.
Para penetrar en lo porvenir sólo se nos da un camino, que da la vuelta por el pretérito. Por eso la historia, dice Enríquez de Villegas, es “norte que, fijamente observado por el político errante, descubre senda que le guíe entre malezas de adversos experimentos”.
           

            A continuación transcribo una carta “inédita”, recogida por José Gómez Centurión, que aparece en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y que pienso fue publicada en el Boletín de la Real Academia de Historia. Tomo 60 (1912), pp. 162-167
Carta curiosa pues de forma “discreta” les llama mendrugos o cortos de entendimiento a ciertos cargos de la Santa Inquisición.
Situémonos en la época y pensemos que en aquellos momentos la Santa Inquisición era un organismo intocable, parecido a lo que en la actualidad es Hacienda, a quien no se podía dirigir con ánimo ofensivo, mas nuestro autor, con cierta soltura, convencido que el mentecato correspondiente leería la carta y se quedaría igual de impasible, se la remite al Conde de Medina para que interceda por él, le haga llegar su informe a S.M. y de paso a esos pazguatos, que actúan en nombre del Rey y Dios libre al Rey de semejantes defensas, que antes injurian que defienden; así nos ha ido en España.


            El texto dice:

CARTA INÉDITA DEL PADRE PEDRO DE RIVADENEIRA

“La moción elevada al Duque de Medinaceli por el célebre Padre de la Compañía de Jesús y escritor clásico Pedro de Rivadeneira, fechada en Palermo el 27 de Diciembre de 1563; documento autógrafo, que adquirió esta Real Academia por su acuerdo de 24 de Noviembre último, se refiere al contenido de otra que dirigió al mismo Duque en 22 del propio mes y año, cuyo texto no posee esta Biblioteca.
Claramente se refiere á los conflictos surgidos con la Inquisición de aquella capital, por algún acto realizado ó trabajo en tramitación de negociaciones que afectaban á los Inquisidores.
Por el contexto se desprende tener importancia histórica. Y, en efecto, existen varias cartas originales del P. Rivadeneira, escritas por aquellos días, relativas al mismo asunto, y que se custodian en el Archivo de los redactores de la revista titulada Monumento, histórica Societatis Jesii, cuyas cartas en breve se han de publicar, de las que resulta lo siguiente:

Siendo Virrey de Sicilia y sucesor de Juan de Vega el Duque de Medinaceli, aconteció poco antes de 1563, que por donación del Rey Don Felipe II adquirió la Inquisición un edificio contiguo al Colegio de la Compañía, cuya proximidad estorbaba las funciones literarias de éste.

La Compañía, por medio del P. Rivadeneira, que había sido Director de varios Colegios y desempeñado las misiones más difíciles y de confianza cerca de los dos primeros Generales de su Instituto, se dirigió al Virrey, quien mandó suspender la ocupación é influyó con el Monarca para lograr, como lo consiguió, que los Inquisidores se trasladaran á otro punto.

Sin necesidad de hacer un resumen de la laboriosa gestión de la Compañía después de sus primeras Constituciones, aprobadas por Su Santidad; ni de hacer constar que el Rey Don Felipe II reconociendo, autorizando y aprobando dicho Instituto, de origen español, el 3 de Agosto de 1556, prestó gran servicio a la enseñanza patria por los célebres Colegios que se crearon y el pléyade de lumbreras de las Ciencias y de las Letras que han surgido de las residencias en el territorio de España y sus dominios en el curso de los siglos; ni ocuparme especialmente del sucesor de San Ignacio de Loyola, el castellano y sabio Diego Lainez, queda explicado el contenido y las referencias de la carta autógrafa sobredicha, limitándome á transcribirla, por merecer ser tan conocida como estudiada.

Dice así:

JHS
ILLMO. Y EXMO. SEÑOR:

Después que a los 22 de este escribí a V. E. a lo que mas se me ofrecía, acerca del oficio de la Charidad, y lo que J de Ortega y yo habíamos comenzado a tratar en el asunto de los Inquisidores, he recibido la de V. E. de 19, por la cual y por la merced y favor que V. E. con ella me ha hecho como a hijo de esta su Compañía, beso humildemente á V. E. las manos y suplico a Nuestro Señor que pague con su gracia lo que yo no merezco, ni puedo servir, y harto buen principio de paga es haber hecho a V. E, abogado de la más rica joya que tiene en el cielo y en la tierra, que es la Charidad, contra la cual sé decir que aunque se junten todas las calumnias ciclópicas y se echen en la fragua de los Brontes y de Vulcano, para sacar lo mas fino de ellas, no aprovechará más que las gotas de agua que se echan en la misma fragua con las cuales más se enciende el fuego que se apaga, porqué en fin escrito está; “aquae multte no potuerüt extinguere Charitatem”, y la razón es porque “fortis est ut mors dilectio”, y aun es mas fuerte que la muerte, pues venció al que la muerte no pudo vencer, que es Jesucristo Nuestro Redentor, el cual muriendo triunfó de la muerte, y a sola la Caridad se rindió, así que Señor mío Ilustrísimo no bien puede V. E estar con el animo sosegado, que no falta qui conseletur eam,  pues ella trae consigo misma el consuelo, teniendo por defensor aquel, a quien se dice, “dñe pone me iuxta té, & cuiusuis manus pugnet contra mé” Y no tiene V. E. razón de llamarla en su carta pobre, pues es oro fino y tan rica en si, que todo lo vuelve oro, y sin ella todo lo demás es lodo, que de ella se dice “suadeo tibi emeré á mé aurü ignitü, probatú ut locuples fias”, de manera que conforme a esto, no puede V. E. perder el pleito, ni el galardón de los trabajos que tomare en abogar por la justa causa, y bastará que Su Majestad entienda que quiere decir oficio de Charidad, para justificar su partido, y abonar su causa, porque como dice Aristóteles hay ciertas cosas que para que se entiendan basta saber lo que quieren decir sin otras probanzas, pues para saber que el todo es mayor que su parte basta entender qué quiere decir todo, y qué quiere decir parte, así digo yo que basta entender que quiere decir oficio y qué Charidad, para saber que el oficio de la Charidad es cosa muy buena justa, pía y Santa y a los que entendiendo la palabras, no quieren entender la sentencia, no es menester probárselo con más razones, sino suplicar a Nuestro Señor que se lo dé a entender haciéndolos del oficio con su Charidad, que aun los Philosophos dicen, que al que dijese, que el fuego no es caliente no se le habria de probar con otra razón, que con echarle en e! fuego para que el sentido le enseñase lo que el entendimiento no alcanza.
La carta de V. E. para los Inquisidores sobre el negociado de la casa, venia como de mano de V. E. y servirá de espuela para que corran con más aliento en el negocio el cual solicitará J de Ortega (que les dio la carta) como cosa mandada por V. E., yo también facilitaré mi parte, por la que nos toca, y por que conviene al servicio de N. S. que este negocio no esté así suspenso, porque por él otros lo están que importa para beneficio de las ánimas que se despachen.
Con esto envío a V. E la copia de su carta sobre el asunto del Santo Oficio para su Majestad, la cual ni los Inquisidores han visto, ni entendido la sustancia de ella, ni se ha tratado con ellos cosa que les pueda parecer que salía de V. E, sino de la manera que el otro día escribí, y no puedo dejar de decir que me ha llegado al alma, lo que V. E sobre este asunto me escribe, porque tenia confianza en Nuestro Señor, que se pudiera acabar de manera, que para adelante se quitasen ocasiones de disgustos e inconvenientes, pues por nuestros pecados hay tantos por acá, que por muchos que se corten brotaran otros tantos y renacerá como cabezas de la Hydra, sin que el hombre los busque, y a esto de adelante para decir verdad, tenia yo más ojo, que no a lo de Juan del Águila porque este, es un caso particular, y el remedio de lo venidero era universal, para lo cual estos Señores Inquisidores mostraba mucho deseo de servir á V. E y de tratar semejantes negocios, con toda la conformidad, que con el honesto de su oficio les fuese posible, pero pues V. E así lo manda yo alegaré mano del negocio, aunque como religioso no dejaré de decir a estos Señores en coyuntura y tipo, lo que me pareciere que podrá aprovechar, para servicio de Nuestro Señor y reputado del Santo Oficio, y castigo de los malos y favor y amparo de los buenos, y como tal y tal deseoso del servir a V. E no quiero tampoco dejar de decir, que también V. E lo debe procurar de su parte, como sé que lo procura, y que si yo estuviese en el lugar que V. E tiene, y hubiese de informar a Su Majestad del asunto pasado y procurar el remedio para lo por venir, no escribiría algunas cosas que V. E escribe en su carta, y especialmente lo que toca a las personas de los Inquisidores porque de más que lo que entiendo no se lo merecen,  V.E hace poco al caso para lo que se trata, y puede dañar para lo de la vista y recurso, pues por una parte parece que está V. E obligado á defender lo que ellos bien hicieren, y darles para ello reputación y crédito con Su Majestad y por otra que se lo quita, diciendo lo que en su carta dice que es punto de consideración que V. E mejor que yo puede juzgar, de más de que todo lo que se pudiere, es bien excusar el mostrar diferencia nueva, con ellos ni con nadie por no dar pesadumbre a Su Majestad que entienda que la hay entre sus ministros, por que muchas veces la siente de esto más los Reyes, que no gustan de la Razón que tienen los que por su servicios la toman, pareciéndoles que los ministros que tiene, han de servir para excusar que no vengan a ellos, las que sino los tuviesen cada día vendrían, y en fin bien dijo el profeta que era Rey “inquire pacem et persequere eam”, de manera que no se contenta el Real profeta con que busquemos la paz, sino que si huyere de nosotros le demos caza y vamos tras ella hasta que la alcancemos, y porque aun esto yo no alcanzo, y mi juicio en semejantes cosas (como en las demás) es muy ratero y bajo, en todo me remito al de V. E pues sin duda será el más acertado y lo que yo aquí he dicho servirá solamente para obedecer a V. E, pues entiendo que me mostró la carta, para que dijese lo que de ella me parecía y para manifestar el deseo que Nuestro Señor me ha dado  que V E le acierte a servir en todo, aunque confío en Nuestro Señor que sin que yo lo diga VE lo conoce, cuya Ilustrísima y Excelentísima persona Nuestro Señor guarde y prospere en su Santo Servicio como yo se lo suplico y deseo.
De Palermo 27 de Diciembre y día del discípulo amado S. Juan 1563
            Suplico a VE que si al escribir lo que aquí escribo he errado, que VE me perdone, y me envíe la penitencia, o mando al Padre Provincial que me la dé, porque así como por gracia de Nuestro Señor deseo no errar, así también errado como hombre, querría conocer el error y hacer penitencia para poderme enmendar, y no quiero que me valga por tal, el acabar ahora de decir misa por VE, pues al hacerlo no es penitencia para mí sino consuelo de VE.
Obediente siervo en Jesucristo.
PEDRO DE RlVADENEYRA

Al Ilustrísimo y Excelentísimo señor Duque de Medina.

Está escrita en pliego de folio.
Nada falta y todo concurre para demostrar que es autógrafa del P. Rivadeneira. Su tipo de letra, claro y bello como el de San Ignacio, la cualidad del papel, la fecha, las circunstancias históricas del suceso que por ella se tocan y describen, el estilo gramatical, y por último aquella sal de discreción y urbanidad, que chispea en todas sus frases, como en las del Maestro Juan de Ávila y de Santa Teresa de Jesús, son dotes que en este escrito se ven realzadas por las de un sobrio y bien cultivado ingenio.
Con igual facilidad y adecuada mira de persuasión alude a la Eneida de Virgilio (vm, 424), así como cita las obras de Aristóteles y cuatro pasajes de la Biblia (Cantar de los cantares, VIII, 6 y 7; Job, XVII, 3; Apocalipsis, III, 18; Salmo, XXXIII, 15).”


Termino con esto mi pequeño estudio sobre Pedro Ribadeneyra.
Miguel Navarro Blasco.










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