Tres jinetes bajan por la encrucijada. El
primero ballesta lleva, el segundo, arco a la espalda, y el tercero guarda una
espada por si alguien resiste en la celada.
Un árbol moribundo, de grueso tronco y
pesadas ramas, mala sombra cobija a un abrevadero de una fuente cercana.
Preside el cruce una pequeña ermita con la Virgen del Camino que guarda y cuida
a los peregrinos.
Los caballos descansan y mientras reponen
fuerzas en la fuente uno de los caballistas desciende y se acerca a la imagen
que sombría le recibe como presagiando los acontecimientos venideros.
El hombre, de marcadas cicatrices en
hombros y cara, se arrodilla ante ella y una vieja oración recita. Pide por los
que atrás quedaron, por los zagales para que puedan comer, por la mujer que
llorosa le despidió al partir al alba. Algo para comer era lo que prometió
antes de salir a la emboscada. El hombre, ya postrado en el suelo, sus lágrimas
derrama a los pies de la imagen santa.
–¿Qué hace ese gañán? –preguntó el
arquero.
-Cuando salimos por los caminos
–respondió el de la ballesta– para asaltar a cuantos hallamos en nuestras
fechorías y encontramos una imagen de la Virgen, él se detiene bajando de la
cabalgadura para recitar sus oraciones.
-Mal obra un ladrón -dijo el arquero– que
antes de robar pide perdón. Quien se arrepiente del pecado antes de pecar puede
que el crimen le salga mal.
El hombre continuó burlón con chanzas
hasta que llegado a un punto se acercó hacia la imagen con intenciones aviesas.
Raudo, el ladrón que oraba sacó del cinto
la espada y hacia él se dirigió con tono amenazador.
-Mientras corra sangre por mis venas
nadie sacrilegio cometerá. Soy ladrón y quizás no lo fuese si no tuviese
familia que mantener. Jamás he fallado en mis empresas así pues no te acerques
o aquí terminó todo.
El ballestero más preocupado del robo que
de la pendencia, ordenó a los contendientes que guardaran sus bríos para otro
momento. Había que reanudar el camino antes que la diligencia llegase al
bosque. Allí, escondidos entre los matorrales, detendrían su paso y asaltarían
a sus ocupantes. La orden fue cumplida continuando su camino rumbo a la
espesura no sin antes lanzar el orante un último vistazo a la imagen sagrada.
Los asuntos humanos se tuercen cuando
menos lo esperamos. Sucedió que la fama de estos ladrones ya se había extendido
por la comarca y un grupo de voluntarios se habían preparado para acabar con
los salteadores.
En ocasiones puede suceder que el cazador
confiado se convierta en cazado. Cuando detuvieron el paso de la diligencia un
grupo de hombres armados salió de su interior. La sorpresa fue mayor cuando los
asaltantes descubrieron que estaban rodeados. La resistencia no se hizo de
rogar pues cuando uno tiene orgullo, el otro tiene vanidad.
El primero en caer fue el arquero que
sobre él se abalanzaron tres jóvenes que en el momento lo mataron.
Tres jinetes bajaban por la encrucijada,
dos huían por la cañada. Perseguidos por una docena de hombres, acompañados por
una jauría de mastines, uno a uno les daban caza.
El ballestero fue el siguiente en rendir
sus cuentas ante el Altísimo. Breve y feroz fue la contienda, mas poco pudo
hacer cuando llegaron refuerzos de la aldea.
Quien mal anda, mal acaba. Al último
lograron prender en la encrucijada, a los pies de María mientras por su vida
suplicaba. No hubo consejo, tampoco piedad. Allí mismo juzgaron y condenaron
que en la horca fuesen a colgar.
En el árbol la soga esperaba. Los ojos le
cubrieron con un pañuelo bien atado. Le alzaron en la rama con fuerza y con
brío. No había duda, bien colgado estaba el bandido. Por muerto lo dieron y al
pueblo regresaron no sin antes nombrar alguien que vigilase para que no robasen
el cuerpo.
Mas si el destino se halla escrito en las
piedras del camino, es la Providencia quien decide quién va y quien vino. La
Madre Gloriosa, compadecida de aquel pobre bandido, acudió en auxilio de aquel
que siempre arrepentido sus penas pagó. Ella, que a sus devotos en las penurias
suele valer, a aquel condenado quiso agradecer tantas lagrimas que a su imagen
regalaba.
Puso sus manos preciosas a los pies de
aquel que colgado estaba y, al verse de su sufrimiento aliviado, no sintió
dolor alguno. Jamás hubo pecador que tan bien fuese pagado. Nadie se dio cuenta
de lo que sucedía y el vigilante que muerto le creía poca atención le concedía.
Como era la costumbre del lugar, al día
tercero vinieron parientes, amigos y conocidos que pesarosos acudían al triste
final que se vio sometido.
Al llegar al lugar le encontraron con el
alma alegre y sin daño en el cuerpo. Decía que a sus pies algo le sujetaba que
mal alguno no sentiría aun si colgase durante todo un año.
Al ver el centinela lo que allí sucedía,
la voz de alarma dio a la aldea. Cuando los que le ahorcaron lo oyeron,
creyeron que un falso nudo hicieron. Molestos estaban por no haberle decapitado
cuando la oportunidad de ello tuvieron.
El grupo se reunió en manada y
consideraron que si no gozaron cuando lo ahorcaron, ahora gozarían lo que no
terminaron. Se pusieron de acuerdo y, ya fuese con hoz o espada, allí lo
degollarían para que la villa no fuera afrentada.
Eligieron a los mancebos más osados para
que fuesen de inmediato a ejecutarlo,
con buenos cuchillos y grandes navajas. Hasta la encrucijada fueron todos los
aldeanos para contemplar la ejecución como manda la mala calaña.
Atrapado lo tenían, la familia nada podía
contra toda la villa que unida venía. El hombre tendido en el suelo permanecía
creyendo que esta vez era la ocasión en que ya no saldría. Mas cuando el
instante así lo marcaba se detuvo el viento y de las aves su lamento. El agua contuvo
su recorrido y el viejo árbol guardó silencio. El mozo encargado de la
ejecución pasó su arma a otro porque no tenía el alma para este momento. Nadie
osaba alzar la mirada de aquel hombre que en el suelo yacía. Era Santa María,
quien sus manos detuvo la fiereza de unos hombres que enojados se sentían.
Cuando comprendieron que solo la Virgen
gloriosa era quien pretendía al delincuente encubrir, se formó grande pleito
para así poder decidir. Admirados de lo que allí sucedía y gracias a un monje
que allí también acudía, sentenciaron que lo mejor era partir y dejar al hombre
vivir, que si Dios no lo permite no haga el hombre aquello que insiste. Le
dejaron vivir hasta que el Señor decidiese cuándo debía morir.
A partir de entonces aceptaron que
viviese su vida, pues no querían ir contra la Virgen María. El ladrón devoto
cambió de vida, partiéndose el alma cada día por aquellos que más sufrían. Su
pobreza se volvió riqueza, sus cosechas abundantes y su fe creció pues quien a
su lado a Dios vio, nada temió.
Madre tan generosa, de tanta bondad, que
a buenos y malos otorga su piedad, debemos bendecirla con toda nuestra
voluntad, que al bendecirla ganaremos toda una eternidad. Las manos de la
Virgen, con las de su Hijo nacido, son buenos asideros para quien le ha
conocido. Él para buenos y malos descendió y los que a ella se lo pidieron, a
todos socorrió.