El
Doctor Jerónimo Virués formó parte de la Academia de los Nocturnos, de Valencia
(1591–1594). Nació en Valencia en el seno de una familia culta. Era hijo del
médico y humanista Alonso de Virués, a quien se ha relacionado con Luis Vives,
y tuvo tres hermanos: Cristóbal, militar y poeta que participó, entre otras, en
la batalla de Lepanto, Francisco, que fue teólogo y beneficiado de la Iglesia
de Valencia, y Jerónima Agustina Benita que se distinguió por su conocimiento
del idioma latino.
SONETO
AL Santo Fray Nicolás Factor
Entre manjares ver un hombre hambriento,
verle entre ropas roto y destrozado,
entre riquezas ser necesitado
y en medio el mundo verle d'él esento.
Verle entre los trabajos más contento
y entre regalos ir mortificado,
cosa es grande, martirio bien pensado,
y de corona digno vencimiento.
El Padre Nicolás Factor dichoso
es en quien tanta santidad se encierra,
cuyo valor ilustra el patrio suelo.
Y el deseo de ver al Rey glorioso
tan a menudo le elevó en la tierra
que al fin lo eleva para siempre al cielo.
Beato Nicolás Factor (1520-1583) por
Vicente Castell Maíques.
Pedro
Nicolás Factor vio la luz en Valencia en la festividad del Príncipe de los
Apóstoles del año 1520. Es, por consiguiente, un lustro más joven que la madre
Teresa de Jesús y viene al mundo cabalmente un año antes que el gentilhombre
Iñigo de Loyola colgara su espada y su daga ante la Virgen de Montserrat, dando
otro cauce a sus ambiciones de gloria.
A los
diecisiete años ingresa en la observancia franciscana, siendo ordenado de
sacerdote en 1544, a poca distancia del concilio de Trento, que se inauguró al
siguiente año. Fray Nicolás pertenece al movimiento de la restauración católica
que, a raíz de aquel famoso concilio, cobra un impulso poderoso y de larga
significación. La España de Cisneros, que ya conoció esta inquietud
reformadora, vive ahora la era gloriosa de su mística. Como densa cordillera de
altas cumbres, abundarán los santos de temple, de perfil acusadamente enérgico.
Pero es indiscutible que en el horizonte de toda la Iglesia destacan como
figuras señeras Ignacio y Teresa –fundador y reformadora–, que en medio de una
actividad increíble practican y enseñan las doctrinas más elevadas de la vida
espiritual al alcance de todos. Brilla también el austerísimo fray Pedro de
Alcántara, que infunde renovado vigor en el viejo tronco franciscano, al par
que dirige a Teresa de Jesús, a Luis de Granada, a Juan de Avila, a Francisco
de Borja... En tanto, el maestro de Andalucía promueve la regeneración del
clero y del pueblo, ayuda a la naciente Compañía y da por buenas las «locuras»
del hermano Juan de Dios. Desde 1544 fray Tomás de Villanueva, asceta y
teólogo, difunde entre su grey valentina aromas de subida caridad y predica el
Evangelio en sermones de clásica factura.
En
esta constelación gloriosa brilla con luz propia el extático Nicolás Factor.
Tiene rasgos comunes con éstos y los demás santos contemporáneos. Mas su vida
toda semejaba ya desde la infancia una réplica afortunada del Pobrecillo de
Asís, sin menoscabo de su personalidad inconfundible. Como una estrella difiere
de otra estrella.
El
primer escenario de sus virtudes fue Valencia, su ciudad natal. Yendo de niño a
la escuela, vio a la puerta de la parroquia de San Martín un pobre leproso.
Arrebatado por superior impulso, se arrodilló y le besó pies y manos con mucha
humildad. Repitió la escena con una enferma a las puertas del hospital de San
Lázaro, y con parecidas muestras de caridad servía a los enfermos pobres.
Ayunaba cada semana y con toda naturalidad agradeció a un falso delator su
solicitud en corregirle, no obstante haber seguido a la acusación un azote del
maestro.
Siendo
religioso hubo de aceptar bien pronto prelacías, juzgando los superiores que el
mejor estímulo para los religiosos sería proponerles el ideal seráfico en un
modelo de carne y hueso. Así fue guardián de los conventos de Santo Espíritu,
Chelva, Val de Jesús, Murviedro (Sagunto), de los recoletos de Bocairent y
también maestro de novicios. Cada vez que esto ocurría, entraba en duro
conflicto su voto de obediencia con su humildad. Cuando se le encomendó el
monasterio de la Val de Jesús en 1568, antes de aceptar, como de costumbre,
consultó en la oración la voluntad de Dios. Y con la violencia del amor divino
quedó arrebatado en éxtasis, del que no podían despertarle los absortos
religiosos, oyéndole repetir: «Mi corazón está aparejado, Dios mío, aparejado
está mi corazón». Todos los días tomaba tres disciplinas de sangre,
especialmente antes de celebrar la santa misa. Su ordinaria comida era a pan y
agua, con pocas excepciones; le bastaba una sola túnica y caminaba a pie
descalzo. El sueño, sobre ser brevísimo, lo tomaba en dura tabla y por cabecera
acomodaba un leño o una piedra. Era el primero en acudir a los actos de
comunidad, en servir al hermano. En la oración se le veía atentísimo y
perseverante, de modo que ninguna ocupación le distraía de la presencia y trato
con Dios.
Su
caridad necesitaba más campo y desbordábase más allá del claustro. Anunciaba el
reino de Dios, aconsejaba, fue confesor ordinario de las religiosas de la
Trinidad de Valencia, de las clarisas de Gandía y, por mandato de Felipe II, de
las Descalzas Reales de Madrid. Atendía a los apestados, y cuando el cielo
negaba el agua a los campos, como aconteció en Chelva, interponía su oración y
penitencias con las de la comunidad.
Este
pueblo y su comarca gustaron los primeros ensayos de su predicación. Dicción
sencilla y breve, palabras de fuego, la fuerza irresistible de su ejemplo y las
mejores gracias con que la naturaleza puede favorecer a un orador. He aquí los
elementos que conjugaban su celo ardiente y su ingenio agudo para conmover y
convertir.
También
sintió impulsos incontenibles de derramar su sangre en defensa de la fe, e
instó para ir a tierra de infieles. Predicando en Segorbe a unos mahometanos
obstinados, ofreció, como San Francisco al sultán, arrojarse entre las llamas,
dejando a su voracidad la decisión sobre la verdad o falsedad de la religión.
Los
pobres y los enfermos seguían siendo sus predilectos. En la olla de caridad
dejaban los religiosos su limosna, que fray Nicolás recogía y aumentaba,
gozando en distribuirla por sí mismo. Allegaba otros recursos más pingües, y,
cuando menos podía, se desprendía de su capa y hasta de su túnica, como
aconteció en Játiva. Ningún pobre marchó defraudado, incluso en tiempos de
hambre y de peste. La fe del guardián superaba las urgencias de tantos
infelices sin que la despensa menguara sus existencias.
La
madre más tierna no trataría mejor a sus hijos que fray Nicolás a los enfermos
del hospital, promoviendo con su ejemplo este género de caridad entre la misma
nobleza. En los pobres llagados le parecía ver a Jesucristo llagado por
nuestros pecados, y sin poderse contener les besaba pies, manos y llagas. Estas
muestras de fuerte religiosidad penitencial no podían menos de herir la
sensibilidad de aquellos hombres pulidos y cargados de perfumes. Eclesiástico
hubo que le advirtió se guardase de aquellas demostraciones, calificándolas de
virtud grosera. Pero qué razones no le diría el bendito fraile –que se creía
por sus pecados y su ingratitud para con Dios digno de mayores humillaciones,
siendo así que el Señor había sufrido tanto por él– que el prudente monitor
quedó edificado y corregido. Un canónigo que le advertía lo mismo no pudo menos
de conmoverse ante una de estas escenas a la puerta de la Seo, y dio su limosna
al pobre. Animóle Nicolás a mejorar su disposición, y lo inaudito fue que el
impresionable canónigo se arrodilló y besó al pobre por amor a Cristo. En
cambio, a un religioso compañero le contuvo en otra ocasión, excusándole por lo
delicado de su estómago. El hospital de San Lázaro contempló extremos mayores
con los horrendos leprosos, seguidos de arrebatos extáticos.
Si
San Ignacio hubiese juzgado el espíritu de fray Nicolás, hubiera dicho que
estaba en el tercer grado de humildad –el más excelente–. En las moradas
teresianas se hallaría sólo por lo que va dicho muy adentro de la sexta. Para
San Francisco, este imitador fiel de Jesucristo había alcanzado la perfecta
alegría. Realmente la locura de la cruz había hecho presa en él.
No
obstante, este hombre extraño, que parecía encontrar sus delicias todas en la
penitencia y en la humillación, poseía en alto grado el sentimiento de la
bondad y de la belleza. La creación le extasiaba, gustaba infinito de la
música, componía versos y manejaba con destreza los pinceles. Nada más
agradable que gozar de su trato.
Su
sensibilidad exquisita le inclinaba al cultivo de la amistad, buscando y
comunicándose con los santos de su siglo. Viéndole sus frailes en cierta
ocasión muy determinado a tomar viaje, le preguntaron a dónde iba: «Voy, dijo,
a ver a aquel grande santo rector de la Alcora, que es de las almas que hoy más
agradan a Dios». Así era el venerable Juan Bautista Bertrán. En la ciudad que,
promediado el siglo XVI, semejó a Pérez de Ayala una Babilonia, y lo demás –su
reino– tierra de infieles, no todo era corrupción de costumbres e hipocresía
morisca. Florecían los franciscanos Beato Andrés Hibernón y San Pascual Bailón,
el mínimo Beato Gaspar Bono, San Luis Beltrán, el patriarca y arzobispo Juan de
Ribera y una pléyade de almas de vida integérrima. A muchos de éstos conoció y
trató nuestro Beato, y los que de ellos le sobrevivieron fueron testigos
excepcionales en su proceso de canonización.
Mas
el amigo entrañable e íntimo fue el dominico San Luis Beltrán. De nuevo el
abrazo del hábito blanco y negro con el sayal y la cuerda. La luz y el fuego
fundiéndose en la misma llama. Ambos se conocían, mejor dicho, cada uno veía la
santidad del otro sin reconocer la propia. En los dos, la misma ambición y los
mismos temores. A no ser por fray Nicolás, el austero y melancólico dominico
hubiese acabado sus días en una cartuja, al paso que éste hubo de sostener la
esperanza del franciscano, que le preguntaba angustiado una y otra vez: «¿Qué
os parece, Luis, me salvaré?» Ésta debió de ser su cruz mental, la noche
oscura, el contrapeso de las gracias extraordinarias durante toda su vida, que
se hizo sentir más pesadamente desde la muerte del amigo (octubre 1581). Seis
meses después, Nicolás Factor, anhelando mayor perfección seráfica, pasaba al
convento recoleto de Onda. Y al disolver Felipe II esta provincia tarraconense,
el atormentado religioso emigró a los capuchinos, recién llegados a Barcelona,
que por aquellos días renovaban la vida eremítica y las estrecheces de los
primeros franciscanos. Mas en junio de 1583 decide el retorno a la observancia
y a su primer convento de Santa María de Jesús. Este humano fracaso lo atribuía
a su carácter voluble, mientras respondía con mansedumbre edificante a los
impertinentes: «Vine de santos, fui a santos y he vuelto a santos».
Tenía
el humilde franciscano éxtasis frecuentes. La hermosura de la creación, una
conversación espiritual, las grandes solemnidades litúrgicas eran motivo para
sus arrebatos místicos. Sabía esto el famoso arzobispo de Tarragona, Antonio
Agustín. Habiendo logrado hospedarle en su palacio, cuando su regreso de
Barcelona, quiso obsequiarle con un rato de música. Entonaron los cantores el
salmo «Laudate Pueri Dominum», y no bien llegaron al segundo verso, «Sit nomen
Domini benedictum», se elevó el siervo de Dios con su semblante encendido. Hizo
el devoto prelado que le retratase un pintor y él mismo compuso unos versos
latinos como pie del cuadro, que luego, puestos en música, se complacía en oír.
Fácil
sería recoger en esta semblanza episodios reveladores de sus virtudes heroicas,
del don de profecía y milagros, de sus luchas titánicas contra el enemigo de
nuestra salvación, de su devoción profunda a los sagrados misterios de la
Trinidad, Eucaristía, Pasión..., de su amor inefable a la Santísima Virgen,
cuyas imágenes reprodujo tantas veces su devota inspiración. Estimaba en tanto
su fe, que escribió una profesión de ella con su propia sangre, colgando esta
cédula ante la imagen de Nuestra Señora de la Vela, en el monasterio de la
Trinidad. Valga por todas las anécdotas el siguiente testimonio de San Luis
Beltrán, nada amigo de lisonjas. Decía muchas veces que, «Nicolás, aun estando
aquí en la tierra, había llegado a amar y gozar del Sumo Bien, casi como le
aman y gozan los bienaventurados».
Las
cartas y opúsculos que escribió fueron breves y no forman un cuerpo de
doctrina. Sin embargo, bien hubiera podido hacerlo, porque era buen escritor,
gran maestro de espíritu y sabía declarar la teología espiritual con símiles
maravillosos. Un tratadito que ha quedado sobre Las tres vías refleja la
capacidad de su magisterio.
Cuando
el 13 de diciembre llegó a Valencia, enfermo y extenuado, la carrera del Beato
Nicolás tocaba a su fin. El día 23, fortalecido con los sacramentos y puestos
los ojos en el crucifijo, dio el último aliento, pronunciando estas palabras:
«Jesús, creo», que resumen los ideales de su vida: el amor entrañable a la
Santa Madre Iglesia y al Hijo de Dios humanado.
Había
rogado que le enterrasen en un muladar, «porque no debía ser colocado entre sus
hermanos un hombre tan ingrato a su Dios y Señor». En cambio, su cadáver
exhalaba un perfume celestial los nueve días que permaneció insepulto, como lo
atestiguan cuatro informaciones jurídicas. Aún duraba la suave fragancia cuando
en 1586 Felipe II mandó abrir el féretro para venerar los sagrados despojos de
su bienaventurado amigo.
Vicente Castell Maíques,
Beato Nicolás Factor, en Año
Cristiano, Tomo I,
Madrid,
Ed. Católica (BAC 182), 1959, pp. 499-504.
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