Cojuelo Corre, capítulo I, Miguel Navarro



Trazo I

“El que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos” (Sal 2, 4)


Incluso el galán más ingenuo en la fabricación de bellas cornamentas es capaz de comprender los riesgos y desventuras que puede ocasionar un trabajo sin cuidar detalles. Sed virtuosos en vuestros menesteres cuidando hasta el más pequeño elemento pues, aún siendo el más pequeño, crecerá y crecerá convirtiéndose en puro éxtasis.
Así se vio sorprendido Críspulo Pérez Zambullo, más conocido como Cris por amigos y amantes, aquel atardecer de junio, a pocos días de la festividad de las brujas, cuando la dama en cuestión, convencida que su marido era abducido por veintidós señoritos corriendo tras una pelotita, le invitó a su morada para una tarde memorable.
Hora misteriosa y mágica en la cual calles de ciudades y villas dispares, se despueblan alentando aficiones a barra y algarabía, cuando Cris, señorito de tertulias, opositor de profesión y ginecólogo por devoción, imitaba a Pinito del Oro en el patio de luces de un bloque de diez alturas, huyendo de un marido furioso y dos amigos de Camorra y Pendencia. La dama previsora, intuyendo lo que podía acaecer, había cerrado la puerta con llave y diez cerrojos, dando tiempo suficiente para saltar desde la galería a tendederos cercanos.
Con la velocidad de un gamusino patizambo y la destreza de un Tarzán parapléjico, descendió varios pisos siendo premiado con algunos cardenales, tres contusiones y un diente que se dio a la fuga tras el primer envite.
Saludó aquella ventana abierta como si fuese el amigo más entrañable, al que tanto admiró y el tiempo robó, y le dio el abrazo que se merece tras la visita inesperada, dejando burlados de este modo a los tres mosqueteros y a la honesta doña Desamparados, amparadora de juerguistas, nido de pájaros multicolores y respetados deslices, que pasaba los días con citas tan clandestinas como el maquis del franquismo.
Desde lejos se apreciaban los suaves y delicados rumores que ambos  amantes se regalaban, susurros de palomas, mientras sus acompañantes oteaban las profundidades urbanísticas intentando dilucidar la ruta de fuga, la vía de escape, las islas paradisíacas, las tierras de remotos mares.
A estas horas, nuestro opositor, maldiciendo no tanto la caída como la penetración interrumpida por lugares inexplorados, adaptaba los ojos a la región donde había arribado por extrañas venturas del destino. Sobre la mesa hallaba una pirámide de cerámica, velones todavía humeantes, con olor a incienso de China, y una baraja de cartas que dormitaba descansando de tanto uso y abuso.
La radio permanecía encendida con el monólogo de un desangelado locutor que anunciaba un programa entero dedicado a la cantante Morenita Hamster, que tras publicar su éxito “Singing in the hell”, dinamitó el edificio donde se encontraban los ciudadanos más importantes de Madison, capital de Wisconsin.
– ¿Secta satánica? ¿Locura esquizofrénica de una mujer dada a la bebida y los vicios más bajos? ¿Actúo sola en sus intenciones homicidas? Esta noche en el programa hablaremos con Peregrin de Balzac, profesor en parapsicología aplicada en artes escénicas, afamado autor de “Confesiones perversas desde el más allá” que nos hablará de sus motivaciones esotéricas.
Las paredes del lugar al que había llegado Cris se encontraban adornadas de espejos irregulares, con adornos de cinco puntas, y la imagen de una Virgen de la Incomprensión presidía las estanterías adjuntas donde descansaban libros de docta ciencia como “El libro de los Muertos Muy Vivos”, “Las Profecías de San Pepequias” o la “Metáfora del Engaño Prematuro”. Una foto permitió deducir que había allanado la vivienda habitual de Lucecita, la tarotista más reconocida de Madrid, Santurce y Mediavilla del Entrecejo.
Buscando la salida más próxima, antes que sus adversarios tuviesen la fugaz idea de desembarazarse de la defensora de su honra y darle caza por los pasillos del edificio, un ensordecedor silencio atrapó la habitación y oyó un suspiro que retumbó en la sala cual procedente de ultratumba provocando, en su afectada imaginación, el erizo del vello que recorría piernas y brazos intentando escapar de su señor.
Ya abierta la puerta de emergencia para su alma contrita, escuchó por segunda vez el suspiro amedrentador por lo cual no era fantasía de su mente enfermiza, sino realidad presente en la misma estancia, preguntando con voz temerosa: 
– ¿Quién anda ahí?
 – Yo soy, el que está dentro de la vasija de vidrio junto a la mesita, donde me tiene preso la vieja bruja engañabobos, la meiga de los cuernos alegres, la hechicera de remiendos y torpezas.
– Deja de coñas –replicó el eterno opositor–, nadie puede vivir dentro de una vasija. ¿Dónde estás?
– He sido claro al expresarme, en la vasija me atraparon y de aquí no puedo escapar –contestó la voz–. Llevo dentro del cristal cuatro siglos, y en poder de esa vil mujer poco menos de un lustro.
– ¡Caray! Si no has salido en tanto tiempo es que le has pillado cariño al pisito –respondió Cris mientras analizaba si el incienso todavía humeante estaba ocasionándole alucinaciones. 
– Harto estoy –replicó el jarrón– de ver el mundo con el punto de vista convexo, de obedecer órdenes de esa vieja desdentada que sale en televisión desde que hechicé a la presentadora con un ecuatoriano madrileño y mi destino es permanecer aquí hasta que alguien sea capaz de liberarme. Tú has sido elegido para tal menester.
– ¿Estabas esperándome? No me lo creo tío –sentenció el joven buscando a su alrededor–. Nadie vive dentro de un jarrón y, mucho menos, puede estar esperándome. Sal de tu escondite. ¿Eres amigo o enemigo? Seguro que se trata de una broma de televisión.  
– En los momentos buenos tenemos tantos colegas como amapolas hay en los campos, pero cuando alguien te la juega, desaparecen como los bikinis en playas, o los banqueros cuando te ven sin blanca. Tu padre es Agapito Pérez, miembro de la Asesoría Fiscal Agapito y Asociados y tu madre es Doña Espina Zambullo Charco, interventora del ayuntamiento de Villabajo del Cornejo. Desciendes del muy ilustre amigo don Cleofás Pérez Zambullo, que por casualidades del destino, unos cuantos hechizos amorosos y la conjunción de Urano con Marte, estando la luna en medio, han permitido que seas digno descendiente de tan virtuoso antepasado.  
– ¡Deja de chorradas!, –exclamó algo alterado nuestro opositor ante el griterío creciente en el rellano de la escalera– desconozco quien es ese tal “Clefofas” y ahora no estoy para coñas.
– Solo tienes que sacarme de aquí y concederé cuanto pidas, sobre todo por la amistad que me unía a tu antepasado.
– No sé cómo ayudarte tronco –contestó Cris sin prestar demasiada atención–, tengo prisa; si no salgo me atraparán y pensarán que además de torero soy ladrón.
– Rompe la redoma de cristal –ordenó la voz.
– ¿Qué es una redoma? –preguntó el chaval.
– La vasija de cristal que está junto al cenicero –contestó algo chirriante la voz–, rómpela y saldré para ponerme a tu servicio. Sólo pido que, una vez satisfechos tus deseos, me concedas carta de libertad, de esa manera nadie podrá conjurarme dentro de otro objeto. Debo volver a ser quien era, temor de frailes, delicia de doncellas, tentador de tentadores.
– Con decir eso hubiésemos ahorrado palabras, pero, antes de seguir, ¿qué eres? ¿Un genio? ¿Un gnomo? ¿Duende o demonio?
– Ni duende ni demonio, por diablo me tienen que mayor rango es diablo que demonio.  
– ¿No serás Satanás? –preguntó sin quitar el oído de la puerta. 
– Ni Satanás, mi señor, ni Belcebú, ni Barrabás. Cojuelo es mi nombre y aunque no me recuerdes, servidor de tu antepasado fui hasta que en manos de Cienllamas caí. Me entregó a la república demoniaca encerrándome en una redoma hechizada para que no pudiera huir. Solo cuando un descendiente de don Cleofás me libere, otorgándome carta de libertad, podré escapar de sus garras y volver a mis andanzas.
– Abrevia, ¿puedes sacarme de aquí? –preguntó Cris cuando los gritos conminaban a la puerta de la hechicera como si Alí Baba recitara a la cueva de los cuarenta ladrones las palabras mágicas, si bien algo malsonantes y de dudosa honorabilidad.
Aprovechando la ocasión, el diablo informó del noticiario vecinal: 
–Si prisa no te das, pronto entrarán; han llamado a la policía. Sácame de este vidrio que pagaré el rescate en muchos gustos.
Con la educación de un ministro anunciando recortes salariales, o de un político en el respetado Congreso de Diputados, no fue ni escrupuloso ni perezoso Críspulo al lanzar la vasija de cristal contra una pared.  
Envuelto en el nauseabundo aroma de huevos podridos, apareció un ser menos alto que Pablo Motos, apoyado en una muleta sobre su derecha, nariz similar a la del mítico Urtain; los bigotes erizados a lo Dalí; orejas puntiagudas deformes, mientras que sobre su mentón se deslizaba una perilla con unos pocos pelos alargados más que el salario de los funcionarios; sus maxilares era invisibles y los colmillos nada tenían que envidiar a los de Drácula.
Casi vomita ante visión tan espeluznante como la de militares metidos a toreros, médicos a sindicalistas o jueces en política. Sin embargo, más sensato y rápido, Cojuelo tomó su mano diciendo:
– Vamos, es el momento de salir y agradecerte lo que haces por mí.  Tiene que conocer Madrid, que mi corazón vuelve a latir.
Salieron volando por el patio de luces tan veloces, como un empresario huyendo ante un inspector de Hacienda, o un futbolista buscando una prima millonaria, hasta que llegaron a lo alto de las torres Kio, puerta de Europa, orgullo de Madrid, bacín de algunos negocios dudosos, al tiempo que los aficionados salían victoriosos de bares, estadios y lupanares, donde estaban instaladas pantallas gigantes ofreciendo los triunfos de la Roja. El bullicio desbordó calles y plazas, jardines y avenidas, fuentes y parques. Hombres y mujeres se mostraron iguales que nuestros antepasados primates, cantando, bebiendo y disfrutando de carnes.
Cojuelo, desde lo alto del helipuerto azul, donde habían parado a descansar, le dijo:
– Este es el lugar más alto de Madrid, mala suerte para Menipo, el filósofo  usurero, Shylock el avaro mercader, o doña Lupe, la de Galdós, que se quedaron en principiantes, más bien aprendices, ante tantos entuertos fecundados a la oscuridad de sus callejones. Desde aquí podrás descubrir lo que transita por esta Babel de cemento.
            Y, como ofreció a su antepasado, Cojuelo destapó los techos de la capital con la facilidad diabólica de quien destapa el cubo de la basura o de quien levanta las sábanas de la cama, mostrando sus interioridades, algunas de ellas tan íntimas que Calígula hubiera sonrojado.

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