"Cojuelo corre", capítulo 3

El diablo travieso y el pícaro aprendiz, recorren las calles de Madrid.





Trazo III
 
Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios –que es fuente suprema de verdad–, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme.” René Descartes.


El hormiguero amenaza desbordar la ciudad con infinitos alfileres cabezudos que marchan al compás contrario. Así el que sube, bajará, el que va, vendrá; el que sortea, rifará. El que gira a la derecha encontrará al que gira de izquierdas, el que nace en el hospital, en el hospital hallará la muerte.
Todo y su opuesto, releerán sus papeles y tomarán un café mientras descansan de sus laureles. Divertido mundo donde la meretriz con la monja cenará, el empresario, pedigüeño se volverá, y la vida, contrariada de sí misma, morirá.
Camiones, autobuses, claxon, taxis, turismos, claxon. Pita, pita que no te veo, como no te apartes tú. Río antinatural, que arrasa por doquier deslizando la basura del reino animal al reino vegetal. Polvareda de francachelas, negocios y mentiras, donde venden a cuatro pesetas euros rebajados de categoría. Timadores, tunantes y maleantes, ensalada de besugos, chorizos y mendrugos.
Madrugaba con el día el profesor en psiquiatría aplicada a tunantes, don Emérito Jiménez del Osezno. El revoltijo de tripas que gemían en la oscuridad de su estómago clamaba como un despertador tarareando al son del chachachá del tren.
Cuando Mariano le vio aparecer por la puerta dispuso del café con leche, sobrecargado de cafeína, con unas porras que pedía el cliente de forma rutinaria. Se las dejaba sobre la mesa que había elegido cuando preguntó: 
– ¿Cómo fue el programa?
– Bien –mintió Jiménez–, a pesar del partido hemos conseguido mantener la audiencia. Fíjese que se colapsó la línea cuando entrevistábamos al doctor Peregrin de Balzac. Los tiempos cambian y la gente busca otras cosas, no sólo futbol.
El camarero guardó silencio mientras terminaba de servir el desayuno y, antes de que pudiese abrir la boca, alguien le llamaba unas mesas más allá del pilar. En ese momento, Jiménez alargó la mano para tomar prestado el periódico y abrirlo por la sección de audiencias. Al leer el resultado cerró los ojos, inspiró con fuerza y, al abrirlos de nuevo, miró de reojo al camarero. Seguro que ya había leído la verdad del programa que se tambaleaba en el aire por culpa de un productor mequetrefe dispuesto a sacrificarlo por su amante vallecano.
Pasó la página con cierta indolencia, casi maquinal, mientras bebía un sorbo de café. Tomando una porra entre sus dedos le dio un bocado y releyó los titulares de sucesos. Dos chicas violan a un chaval de quince años en Garbancillo del Torneo, a continuación ofrece una misa en acción de gracias a San Judas Tadeo, abogado de los imposibles. Tres individuos son electrocutados parcialmente en una promoción de viviendas inacabadas. El dueño de la promoción se enfrenta a una pena de veinte a treinta años de cárcel.
Cómo si un chispazo hubiese atravesado el cielo madrileño, la vista permaneció unos minutos hipnotizada por aquel titular. El mundo se encerró en una caja de cerillas, buscando, en los intestinos, la salida de emergencia. Maldita sea que después de emitir un programa dedicado, ahora saltaba la noticia. Es como si algún endiablado duende le persiguiera en los últimos meses. Es injusto que las cosas tengan que ocurrir cuando peor navega la barca. Sin embargo, allí relucía el titular:

Robo en el museo Baltimore (USA).
En el museo de Arte Contemporáneo de Baltimore, en Maryland (USA), roban la pulsera de la cantante de ascendencia portorriqueña Morenita Hámster. Famosa por sus temas “Dirty and Evil” “Crime Night”  y “Unfaithful Love”, alcanzó su mayor éxito a mediados de los cincuenta con “Singing in the hell”. Vinculada al mundo de las drogas, reunió en su casa de Madison a lo más selecto de la sociedad local y, escuchando su tema principal, dinamitó la casa. De ella solo encontraron la mano aferrada a su pulsera. Se sospecha que una secta satánica se encuentra detrás del robo. Siguen las investigaciones policiales para aclarar el caso.

Maldecía la sombra del diablo gafe que le perseguía cuando un peso extraordinario, opaco, trágico, reposó sobre su nuca. A través de la ventana unos felinos ojos le examinaban desde el otro lado del semáforo. Dos eran los individuos que se dirigían hacia el centro de la ciudad. El más joven, de pelo encrespado, parecía despistado y algo alterado, similar un niño que revoloteaba alrededor de su padre, mientras que el otro, su compañero, de edad indefinible, con su perfil buitreado y apoyado en su muleta, le miraba con fijeza.
– ¿Qué miras –preguntó Críspulo que seguía a su cicerone por una ciudad que se le antojaba nueva y diferente– con tanta insistencia?
– En esa cafetería se encuentra Jiménez del Osezno y sospecho que le esperan muchas sorpresas.
– ¿Por qué tanta devoción?
– Porque admira como yo las hazañas de esa muchacha, tan endiablada como graciosa en sus perversiones. Disfrutó de la vida con tres maridos y cinco amantes, rellenos de grasa, billetes y alcohol. Uno de ellos le regaló una pulsera obligándole a jurar por Satanás que jamás se la quitaría, pues mientras estuviese en su muñeca nada sucedería. Deberías saber que en el inicio de la creación fui el inventor de la danza, la música y la literatura. Con el brazalete hipnotizaba a sus incondicionales convirtiéndoles en fanáticos, que se entregaban sin descanso a los más variados rituales, en zombis sin voluntad que deambulaban por calles de vicio y perversión, en juramentados dispuestos a boicotear cualquier actuación susceptible de llevarle la contraria.
– ¿Qué sucedió?
– Un día fue invitada a una fiesta privada de caballeros en casa del mafioso Vito Papione. Tras drogarla abusaron de ella durante toda la noche. Al día siguiente acudió a la policía y descubrió que tanto el jefe de policía, como el juez y varios prohombres de la ciudad se encontraban entre los invitados. Juró su venganza y, sin levantar tumulto, volvió a invitarlos en su casa en la noche de Halloween. A medianoche, mientras sonaba con gran escándalo la canción “Singing in the hell” dinamitó la casa permaneciendo en su interior. Solo encontraron su mano aferrada a la pulsera.
– Esto suena a lejano –comentó Cris–, desconozco esas canciones. ¿Cuándo sucedió?
– Poco tiempo –respondió su mentor–, sería alrededor de los años cincuenta.
Deteniendo el paso, Crís exclamó: 
– ¡Largo lo fías! En esas fechas todavía no había nacido.
– El tiempo es un suspiro –respondió Cojuelo– que pasa inadvertido entre sueños perdidos.
Sin saber cómo, ni cuando, se habían metido por una calle angosta, llena de cámaras fotográficas, donde muchas personas, tomaban diferentes posturas y permanecían impasibles, sin mover mandíbula ni bigote. Durante unos segundos pensó que estaba en una calle poblada de mimos, genios de la imagen, alma de los sueños, de no ser porque aquella gente permanecía sin maquillar en posturas extrañas y artificiales. Preguntó Cris qué calle era aquella, que le parecía no la había visto nunca, y Cojuelo respondió:
– Esta es la calle de la fotografía, que solo la conocen los que acuden a Moncloa, pues está dicho que quien se mueva no sale en la foto. Así pues aquí ensayan la pose que deben mantener durante todo el día. No se mueven pues si lo hicieren saldrían por la puerta de detrás. Lo mejor para ellos es permanecer quietos y seguir en el sitio mientras que gobiernos y mentideros vendrán y se irán. Son los mismos, o hijos de los mismos, que un día poblaron la Corte Española. Hay quien sale serio, todo un don de gentes, sin don y sin gente. Los hay incluso que les pilla la foto por detrás, quizás esa pose les guste más, pero también los hay quienes sonríen con burla, sorna y desprecio a quien fuera quedó. Si alguien quiere hacer algo en este país, de inmediato es extraditado más allá de la frontera, con la prohibición tajante de regresar a su interior. 
Salieron de la calle para atravesar una plazuela donde había gran cantidad de ancianos que mantenían vivas disputas con jóvenes, frente a pequeños tenderetes que se encontraban llenos de papeles y mercancías. Preguntó nuestro amigo torero qué sitio era aquel, pues tampoco lo conocía, y el diablo respondió:
– Este es el mercadillo de los títulos. Aquí se compran y malvenden algunas de las licenciaturas más significativas según el precio y el traje que vistan. Cuando salgan de la calle los jóvenes irán vestidos con el color del título adquirido. Unos regatean, los otros negocian y los hay que tienen que llevar a cabo los trabajos de Hércules para poder obtener uno. Existe un lugar en el centro de la plaza donde se tienen que enfrentar entre sí, ante el divertimento de las autoridades. En cambio los otros, los que entran por la puerta grande, a esos se les regala, y aún regalándolo, les cuesta alcanzarlo. Tal vez sea porque sopla el viento como juguete en las tabernas de estudiantes. Ahí están los médicos, los ingenieros, los economistas, padres de la patria y de sus hundimientos titánicos. Que los buenos, tendrán que huir, los mediocres lucharan por salir y los pésimos, gobernaran por cualquier lugar.
– Pensaba que conocía Madrid –dijo Críspulo– pero descubro que me equivocaba; pero me tienes intrigado con el profesor ese, el de los programas de radio. ¿Qué le sucederá?
– En el periódico de hoy aparece la noticia del robo de la pulsera. Eso alterará su estado de percepción deseando su recuperación, o tal vez, en el mercado negro, su adquisición. Primero ronroneará en su interior el gusanillo de la posibilidad,  seguirá la comezón de la duda, después la voracidad del chacal dispuesto a devorar a quien sea necesario para conseguirlo. El ser humano es honesto hasta que la posibilidad hace viable la ambición.
A mano izquierda, cerca de Marqués de Urquijo, una travesía de Ferraz, estaba una plazuela, en cuyo centro se elevaba un monumento a la modernidad electromagnética, un genuino dispositivo, con dos cuernos rocambolescos que se dirigían hacia una entrada eléctrica.
Poblaba el coso una algarabía ingente de trashumantes individuos, diferentes en castas, partidos, poblaciones o profesiones. Llevaban consigo al correspondiente padrino que aconsejaba tal o cual toma de tierra necesaria. Sin embargo, con aquello de prometer y prometer hasta…, las parejas resultaban algunas de lo más dispares y atractivas: enchufes azules en clavijas rojas; voluptuosas almas en madureces incontinentes; anacrónicos “reniega todo” en beatos “sueña palacetes”.
Cada cual pagaba el precio estipulado, ya sea ciertas complacencias jurídicas, ciertas cegueras ocasionales o bien entregas carnales a cuenta del mercadeo.
Críspulo permanecía encantado ante aquel mundo que se abría a su paso. Sueño dorado el de un joven opositor, licenciado en Derecho Urbanístico, para un Ayuntamiento necesitado de crear nuevas plazas o para una Consejería que no debiera prescindir de sus servicios. Si para Cojuelo aquel lugar era frecuentado por sus hermanos, Crís tenía la sensación de encontrarse en la antesala del paraíso, en la encarnación del ideal, en el mundo celestial.
– Esta es la plaza de los enchufes –advirtió Cojuelo ante la mirada atenta de su discípulo– fantástico invento que atrae las corrientes alternas y eternas de las amistades duraderas, o por lo menos mientras duren las pilas. Por allí tienes una fregona, que apenas sabe darle al interruptor, aprobando unas oposiciones a técnico administrativo de quinto grado, en el Ayuntamiento de Mandahuevos del Carajo, con sueldo base superior al más antiguo del cuerpo. Por supuesto, para no perderse en estas idas y venidas, la acompaña su tío el concejal de Patatas Fritas al Ajillo. 
– Veo –respondió el aprendiz contemplando las piernas de tan refinada señorita– que la mona, cuando se viste de seda, más mona queda. Pero ¿qué griterío es el que entra en la calle ahora, acompañado de tantos vítores y celebrando tan altos honores? 
– Son los de mayor voltaje –respondió divertido Cojuelo– los que mayor ruido provocan. Los principios básicos de la electrodinámica son infalibles, pues, cuanto mayor es la fuente eléctrica a vaciar, mayor es el alboroto del enchufe que se aproxima. España es única y sus instalaciones eléctricas nada tienen que envidiar a las de otros países. Pero migremos a otros lugares que tal vez podemos encontrar alguien que no coincida con nuestras opiniones, pues regidores honestos, aunque raros cual especie en extinción, puede que también los haya.
– Bueno es conocer este lugar –susurró Cris–, pues sería interesante para mi trabajo alcanzar. Cinco veces me he presentado para técnico urbanístico y las cinco de paseo me mandaron.
Con esto se detuvieron frente a un edificio donde predominaba el blanco agrisado sobre grietas de profundo calado, y en el frontispicio se hallaba una imagen de la Virgen del Cencerro, adornada alrededor con varios instrumentos musicales.
– Este es el manicomio –dijo Cojuelo antes que se adelantase su pupilo– que fue instituido por un rico de la Corte, que, entre otras obras pías, dejó asignado un sueldo para curar locuras. Ahora ese sueldo quedó menguado por la subida del director y la bajada de nómina al doctor.
– Entremos –dijo Críspulo– aunque más parece abandonado que en funcionamiento. Incluso la puerta parece abierta sin riesgo que nadie escape.
Dicho y hecho, hecho y dicho, ambos entraron, uno tras otro. Cris contemplaba preocupado el silencio sepulcral que envolvía al edificio. Cojuelo advirtió:
– En tú época los loqueros piensan que un enfermo se cura en la calle, con sus iguales, y no dentro que en poco se ayuda a su recuperación. Aquí solo permanecen aquellos de difícil tratamiento, o que se niegan a salir. De esta manera fuera tienes a quienes dentro debieran permanecer y dentro permanecen los que fuera no quieren salir.
En un banco del patio, junto a un pequeño jardincillo, un hombre escribía números en una caja contable de juguete. El cuarenta y seis, el cincuenta y cinco, el setenta y cinco…
– Ese hombre no tiene remedio –aclaró el demonio– se ha empeñado en auditar todas las cosas. Imagina la gravedad del problema para un funcionario de Hacienda. Cierto día, que su enfermedad adquirió tonalidades severas, su mente desvarió hasta el extremo de investigar a su superior afirmando que había descubierto ciertos negocios absurdos, desfalcos contables, falsedades documentales. Tan extraño resultó el caso que no puede regresar a su trabajo.
– ¿Y a ese qué le pasa? –preguntó Cris mirando a otro que llenaba y rellenaba folios en otro banco.
– Es muy peligroso –contestó el diablo – siempre está acosando al ministro de Economía. Le manda libros enteros justificando que los recortes en sueldos de Directivos y políticos serán más ventajosos para la economía nacional que los despidos de trabajadores. Un día intentó hacerle tragar uno al señor ministro.
– ¿Un trabajador? –preguntó el joven.
– No seas bruto –conminó el Cojuelo–, no quedan trabajadores, se extinguieron en las cloacas del Banco de España, me refiero a un libro de esos que son tan indigestos para nuestras queridas autoridades, que explican lo que está bien y lo que está mal, que el trabajo se debe premiar y la usura castigar. 
– ¿Y ese –volvió a preguntar Cris– quién es?
– Ese era el chofer de cierto presidente autonómico, que de tanto recorrer clubs nocturnos, ha perdido la orientación y ya no sabe conducir de día.
– Vámonos de aquí, que si aquí no están todos, los que no están: ¿dónde pararán?
– Seguiremos tu consejo –respondió Cojuelo– que en el mundo hay mucho loco que pasa por cuerdo y algunos cuerdos que no lo parecen.
Con esta conversación salieron a otra calle, más amplia, por donde circulaban gentes de las más variadas condiciones, de estirpes tan diferentes como razas pueblan el planeta. Una guirnalda de banderas reflejaba el dólar americano, la libra inglesa, el euro, el yen japonés y toda la variada gama monetaria del mundo mundial bajo el emblema de un tiburón.
– ¿Qué calle es esta? Se diría que se trata de una calle internacional, universal, una delegación de la ONU en barrio madrileño tan singular. 
– Esta es la calle Prestada –le respondió Cojuelo–, aquí vienen las entidades bancarias y, aunque la calle es pequeña, recorren todos los comercios buscando el dinero a mejor precio. Prestan el dinero a medianos y pequeños para que ellos les alaben y si no lo hacen sueltan el tiburón que devora a todos sin compasión.
– Dinero es lo que necesito mas antes prefiero una paga o un trabajo sin trabajar pues el que mucho trabaja, poco cobra, y el que mucho cobra, menos trabaja.
– Adivinas bien la que se avecina –dijo Cojuelo– pues al volver la esquina, cerca de la plaza de Santa Bárbara, y en diagonal a la calle Génova, se encuentra la calle de los Negocios.
En efecto, caminando de un lado a otro, callejeando entre ríos humanos y hedores impúdicos, nuestros transeúntes habían dado a otra calle, que más que calle parecía avenida. Con un amplio paseo central, poblado de árboles, y en el inicio de la vía una pelota preside el recibimiento.
– No hace falta que jures –dijo Cris– dónde nos encontramos. Veo el símbolo cultural que determina la calle que sale a recibirnos.
– Aprendes rápido –advirtió Cojuelo– amigo mío. Nos hallamos ante la calle; ¿calle?, ¡avenida más bien!, plaza reina, símbolo cultural más identificativo de nuestra patria. No hay hombre, ni mujer, que sueñen al menos una vez en la vida, con esa pelota que haga redondos sus negocios. Este es el lugar más conocido de España a la vez que el menos mencionado. Paraíso de negociantes, premio para tunantes. Por esta calle transitan desde el sinvergüenza promotor de viviendas de bajo coste, hasta el que en nombre de una organización caritativa lava el bolsillo ajeno y rellena el suyo propio. Ofertas de cursos de formación y desvió de fondos para la ocasión. Todos nos hacemos iguales, el político mediático con el pequeño inversor, el que tiene los hilos y el que dispone del momento apropiado. Hoy no vale nada, mañana sí.
Críspulo se encontraba con los ojos abiertos, su boca parecía la desembocadura del Ebro. Su mentor, observando el éxtasis en que se encontraba el discípulo, dijo: 
– Dejemos las vanidades por el momento, que sé lo dispuesto que eres y lo pronto que aprendes, pero va siendo hora de buscar almuerzo y lugar donde descansar, que tras lo trasnochado y madrugado, no es bueno que el hombre permanezca de pie sin probar bocado.



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