Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (2)



Proféticas palabras de Chesterton sobre el capitalismo.
 
2. La hora critica.
Cuando por un momento estamos satisfechos, o hartos, después de haber leído las últimas noticias de los círculos sociales más altos, o los informes más exactos de los tribunales de justicia más responsables, nos volvemos de manera natural al folletín del diario, que se titulará «Envenenado por su madre» o «El misterio del anillo de compromiso rojo», en busca de algo más tranquilo y más serenamente convincente, más descansado, más doméstico y más próximo a la vida real. Pero a medida que vamos volviendo las páginas, al pasar de la realidad increíble a la ficción relativamente creíble, es probable que nos encontremos con una frase particular sobre el tema general de la degeneración social. Es una de las varias frases que parecen guardarse ya estereotipadas en las imprentas de los diarios. Como la mayoría de estas declaraciones sólidas, es de carácter consolador. Es como el titular «esperanza de un arreglo», por el cual nos enteramos de que las cosas están desarregladas; o eso del «renacimiento de la industria», anuncio que es parte de lo que tiene que hacer renacer periódicamente a la industria periodística. El dicho al cual me refiero reza así: los temores acerca de la degeneración social no deben inquietamos, porque tales temores se han manifestado en todas las épocas; y siempre hay personas románticas y retrospectivas, poetas y demás basura, que miran atrás, a «felices viejos tiempos» imaginarios.
Lo propio de tales afirmaciones es que parecen satisfacer a la inteligencia; en otras palabras, lo propio de tales pensamientos es que nos impiden pensar. El hombre que ha elogiado así el progreso no cree necesario progresar más. El hombre que ha desechado una queja por vieja no considera necesario decir nada nuevo. Se contenta con repetir esta disculpa de las cosas existentes, y parece incapaz de ofrecer ningún otro pensamiento sobre el tema. Claro está que es bien cierto que esta idea de la decadencia de un Estado ha sido sugerida en muchas épocas y por muchas personas, algunas de ellas, por desgracia, poetas. Así, por ejemplo, a Byron, tan notoriamente taciturno y melodramático, de un modo o de otro se le había metido en la cabeza que las islas de Grecia eran menos magníficas en cuanto a artes y armas en los últimos tiempos de la dominación turca que en tiempos de la batalla de Salamina o La República de Platón. Así también Wordsworth, figura igualmente sentimental, parece insinuar que la república de Venecia no era tan poderosa cuando Napoleón la aplastó cual chispa agonizante como cuando su comercio y su arte llenaban los mares del mundo con un incendio de color.
Muchos escritores de los siglos XVIII y XIX han llegado hasta a insinuar que la España moderna desempeñaba un papel menos importante que la España de los tiempos del descubrimiento de América o de la batalla de Lepanto. Algunos, aún más carentes de ese optimismo que es el alma del comercio, han hecho una comparación igualmente perversa entre las condiciones anteriores y últimas de la aristocracia comercial de Holanda. Otros han llegado a sostener que Tiro y Sidón no están tan en su apogeo como lo han estado. Y al parecer una vez alguien dijo algo acerca de «las ruinas de Cartago».
En un lenguaje algo más sencillo, podemos decir que todo este debate deja un hueco grande y evidente. Cuando un hombre dice que «la gente era tan pesimista como ustedes en las sociedades no ya decadentes, sino en las florecientes», está permitido responder: «Sí, y la gente era tan optimista como usted en las sociedades realmente decadentes». Porque, después de todo, había sociedades realmente decadentes. Es verdad que Horacio decía que cada generación parecía ser peor que la anterior, sobreentendiendo que Roma estaba perdida, en el preciso momento en que todo el mundo extranjero caía bajo las águilas. Pero es probable que un último y olvidado poeta de corte, elogiando al último Augústulo olvidado en la ceremoniosa corte de Bizancio, contradijera todos los rumores sediciosos de decadencia social, exactamente igual que nuestros periódicos, alegando que, después de todo, Horacio había dicho lo mismo. Y también es posible que Horacio tuviera razón, que fuera en sus tiempos cuando se inició el camino que llevó a Horatius sobre el puente de Heracleius, en el palacio; que si Roma no se iba inmediatamente a los perros, los perros irían hacia Roma y que su aullar lejano se oyó por primera vez en aquella hora de águilas alzadas; que había empezado un largo progreso que también era una larga decadencia, pero terminó en la Edad Media. Roma había vuelto a la Loba. Digo que esta opinión puede al menos defenderse, aunque en realidad no es la mía; pero es suficientemente razonable como para rehusar descartarla con la jovialidad barata del axioma al uso. Ha habido y puede haber algo como una decadencia social, y el único interrogante es, en un momento dado, si Bizancio había decaído y si Gran Bretaña está decayendo. Dicho con otras palabras, debemos juzgar cualquier caso de pretendida degeneración según sus propios merecimientos. No constituye una respuesta decir lo que, por supuesto, es perfectamente cierto: que algunas personas tienen propensión natural al pesimismo. No las estamos juzgando a ellas, sino a la situación que juzgaron acertada o desacertadamente. Podemos decir que a los escolares les ha disgustado siempre tener que ir a la escuela. Pero existe una cosa que es una mala escuela. Podemos decir que los agricultores siempre se quejan del tiempo. Pero hay una cosa que es una mala cosecha. Y tenemos que considerar como una cuestión de hecho en cada caso, y no de sentimientos del agricultor, si el mundo espiritual de la moderna Inglaterra tiene en perspectiva una mala cosecha.
Ahora bien, las razones para juzgar amenazante y trágico el problema actual de Europa, y especialmente de Inglaterra, son razones enteramente objetivas y nada tienen que ver con esta disposición de ánimo propicia a la reacción melancólica. El sistema actual, llamémoslo capitalismo o cualquier otra cosa, particularmente tal como existe en los países industriales, ya ha llegado a ser un peligro y se está convirtiendo rápidamente en una amenaza de muerte. El mal se advierte en la experiencia privada más ordinaria y en la ciencia económica más fría. Para tomar primero la prueba práctica, no sólo lo sostienen los enemigos del sistema, sino que lo admiten sus defensores. En las disputas obreras de nuestro tiempo no son los empleados, sino los empleadores quienes declaran que el negocio anda mal. El hombre de negocios que prospera no está defendiendo la prosperidad, está defendiendo la quiebra. La causa a favor de los capitalistas es la causa contra el capitalismo. Lo más extraordinario es que su representante tiene que echar mano de la retórica del socialismo. Dice simplemente que los mineros o los obreros ferroviarios deben proseguir su trabajo «en beneficio público». Nótese que los capitalistas ya no usan nunca el argumento de la propiedad privada. Se limitan por completo a esta especie de versión sentimental de la responsabilidad social general. Resulta divertido leer lo que dice la prensa capitalista sobre los socialistas que abogan sentimentalmente por gentes «fracasadas». Y ahora el argumento principal de todo capitalista en toda huelga es el de que él mismo está al borde del fracaso.
Tengo una objeción simple a este argumento simple de los periódicos que hablan de huelgas y de peligro socialista. Mi objeción es que su argumento lleva derecho al socialismo. En sí mismo, no puede llevar a nada más. Si los obreros deben seguir trabajando porque son servidores del público, sólo puede deducirse que deberían ser servidores de la autoridad pública. Si el Gobierno debe obrar en beneficio del público, y no hay más que decir, entonces es evidente que el Gobierno debería encargarse de todo el asunto, y no hay más que hacer. Yo no creo que la cuestión sea tan simple como esto, pero ellos sí lo creen. No creo que este argumento en favor del socialismo sea concluyente. Pero según los antisocialistas, el argumento pro socialista es concluyente. Hay que considerar solamente al público, y el Gobierno puede hacer lo que le plazca siempre que considere al público. Presumiblemente puede hacer caso omiso de la libertad de los empleados y forzarlos a trabajar, tal vez encadenados. También es presumible que puede hacer caso omiso del derecho de propiedad de los empleadores y pagar al proletariado, si fuera necesario, con lo que saca de los bolsillos de aquéllos. Todas estas consecuencias se siguen de la doctrina altamente bolchevique que cada mañana pregona la prensa capitalista. Eso es todo lo que tienen que decir; y si eso es lo único que hay que decir, entonces lo otro es lo único que hay que hacer.
En el último párrafo se señala que abandonarnos a la lógica de los editorialistas que escriben sobre el peligro socialista sólo podría llevarnos derecho al socialismo. Y como algunos de nosotros se niegan sincera y enérgicamente a ser llevados al socialismo, hemos adoptado hace tiempo la alternativa más difícil: la de tratar de pensar en las cosas. Y seguramente iremos a parar al socialismo, o a algo peor que se llamará también socialismo, o al simple caos y la ruina, si no hacemos un esfuerzo para ver la situación en su totalidad, dejando aparte nuestros enojos inmediatos. Ahora bien, el sistema capitalista, bueno o malo, verdadero o falso, se apoya en dos ideas: la de que el rico siempre será suficientemente rico para pagar salarios al pobre, y la de que el pobre siempre será bastante pobre para querer ser asalariado. Pero también supone que cada una de las partes está negociando con la otra, y que ninguna de las dos piensa en primer término en el público. El dueño de un autobús lo explota en beneficio propio, y el hombre más pobre consiente en manejarlo a fin de procurarse una paga. De modo similar, el conductor de autobús no está henchido de un abstracto deseo altruista de conducir bien un buen vehículo lleno de gente en vez de llevar una carreta. No desea conducir un autobús porque ello constituya las tres cuartas partes de su vida. Está haciendo su trabajo por la paga más alta que puede obtener. Ahora bien, el argumento favorable al capitalismo decía que, mediante ese negocio privado, se servía realmente al público. Y así fue durante un tiempo. Pero si tenemos que pedir a cualquiera de las dos partes que prosiga beneficiando al público, el único argumento original en pro del capitalismo se desploma por completo. Si el capitalismo no puede pagar tanto como para tentar a los hombres para que trabajen, el capitalismo está, según los principios capitalistas, en simple bancarrota. Si un comerciante de té no puede pagar a los empleados, y no puede importar té si no tiene empleados, su negocio quiebra y se acaba. En las antiguas condiciones capitalistas nadie dijo que los empleados debieran trabajar por menos a fin de que alguna anciana pobre pudiera tomar una taza de té. De modo que, en realidad, la prensa capitalista es quien prueba, según principios capitalistas, que el capitalismo ha tocado a su fin. Si no fuera así, no habría necesidad de las exhortaciones sociales y sentimentales que hacen. No sería necesario que pidieran, como los socialistas, la intervención del Gobierno. No hubiera sido necesario que, como los sentimentales y altruistas, adujeran como motivo la molestia de los pasajeros. La verdad es que ahora todo el mundo ha abandonado el argumento en el cual se basaba todo el viejo capitalismo: el argumento de que, si se dejara a los hombres cerrar tratos individualmente, automáticamente se beneficiaría el público. Tenemos que hallar nuevo fundamento de alguna clase; y los conservadores ordinarios, sin saberlo, están recurriendo al fundamento comunista.
Estoy seguro de que es absolutamente imposible seguir recurriendo al antiguo fundamento capitalista. Aquellos que intentan hacerlo se enredan en nudos absolutamente inextricables. Las cuestiones más prácticas y urgentes del momento ponen de manifiesto la contradicción día tras día. Así, por ejemplo, cuando hay alguna gran huelga o lockout en algún negocio grande como lo es el de las minas, se nos asegura siempre que no se lograría gran economía suprimiendo los beneficios privados, puesto que esos beneficios privados son ahora insignificantes y la industria en cuestión ya no enriquece mucho a la minoría.
Sea cual fuere el valor de este particular argumento, es evidente que destruye por completo el argumento general. El argumento general en pro del capitalismo o el individualismo es que los hombres no se aventurarán, salvo que en la lotería haya premios considerables. Es el que se conoce en todos los debates socialistas como el argumento del «incentivo de la ganancia». Pero si no hay ganancia, claro es que no hay incentivo. Si los titulares de regalías y los accionistas sólo reciben de la explotación un pequeño beneficio inseguro o dudoso, bien podrían caer en la baja condición de soldados y servidores de la sociedad. Nunca he comprendido, dicho sea de paso, por qué los polemistas tories tienen tanto deseo de probar, en contra del socialismo, que los «servidores del Estado» tienen que ser necesariamente incompetentes e inactivos. La verdad es que podría dejarse a otros la tarea de señalar la modorra de Nelson o la rutina embotadora de Gordon. Pero este hundimiento del individualismo industrial, que también es una contradicción (puesto que tiene que contradecir todas sus máximas más comunes), no es sólo un accidente de nuestra condición, aunque esté más acentuado en nuestro país.
Cualquiera que pueda pensar en teorías, o sea en esas cosas tan sumamente prácticas, verá que tarde o temprano se hace inevitable esta parálisis del sistema. El capitalismo es una contradicción; es una contradicción hasta en los términos. Diseccionarlo lleva mucho tiempo, y todavía más tiempo notar que se ha hecho; pero ahora hay nuevas circunstancias, el timón ha dado una vuelta completa. El capitalismo se hace contradictorio tan pronto como se completa, porque consiste en tratar con la masa de los hombres de dos modos opuestos al mismo tiempo.
Cuando la mayoría de los hombres son asalariados, es cada vez más difícil que la mayoría de los hombres sean clientes. Porque el capitalista siempre trata de rebajar lo que su dependiente pide, y al hacerlo merma lo que su cliente puede gastar. Tan pronto como tiene dificultades en su negocio, como sucede actualmente en el negocio del carbón, trata de reducir lo que tiene que invertir en salarios, y al hacerlo reduce lo que otros tienen para gastar en carbón. Quiere que el mismo hombre sea rico y pobre a la vez. Esta contradicción del capitalismo no aparece en las primeras etapas, porque todavía existen poblaciones no sometidas a la condición proletaria común. Pero en cuanto la totalidad de los ricos emplea a la totalidad de los obreros, esta contradicción se hace patente como irónico sino y como evidente fallo. Empleador y empleado se retratan de forma palmaria en la relación de Robinson Crusoe y Viernes.
Robinson Crusoe puede decir que tiene dos problemas: la provisión de trabajo barato y la perspectiva de comerciar con los nativos. Pero como trata de estos dos modos diferentes con un mismo hombre, se meterá en complicaciones. Robinson Crusoe posiblemente pueda obligar a Viernes a trabajar a cambio de nada más que su manutención, ya que el hombre blanco tiene todas las armas. Como Geddes, puede hacer economía con un hachan. Pero no puede reducir a cero el salario de Viernes y luego esperar que éste le entregue oro, plata y perlas de oriente a cambio de ron y rifles. Ahora bien, en la proporción en que el capitalismo cubre toda la tierra, enlaza grandes poblaciones y es dirigido por sistemas centralizados, se acentúa más y más el parecido de su funcionamiento con el de las solitarias figuras de la isla. Si realmente disminuye el comercio con los nativos hasta hacer necesario que también bajen los salarios de los nativos, sólo podemos decir que si la excusa es verdadera el caso es algo más trágico que si fuera falsa. Sólo podemos decir que entonces Crusoe está ciertamente solo y que Viernes es incuestionablemente desgraciado.
Considero muy importante que la gente comprenda que existe un principio que obra detrás de las perturbaciones industriales de la Inglaterra de nuestros días; y sea quien sea el que acierte o se equivoque en determinada disputa, no hay persona ni partido determinado responsable de que se haya malogrado nuestro experimento comercial. Es un círculo vicioso en el cual caerá por fin la sociedad asalariada cuando comience a perder beneficios y a bajar salarios; y aunque algunos países industriales todavía son suficientemente ricos como para permanecer ignorantes de la tensión latente, es sólo porque su desarrollo está incompleto; cuando lleguen a la meta se encontrarán con el enigma. En nuestro país, que es lo que más importa a la mayoría de nosotros, ya estamos cayendo en ese círculo vicioso de salarios que bajan y de demanda que decrece. Y como voy a indicar aquí, aunque de manera incompleta, la forma de escapar de esta trampa que se va cerrando lentamente, y porque sé algunas de las cosas que comúnmente se dicen acerca de tales sugerencias, tengo sobrada razón para recordar al lector todas estas cosas en este momento.
«¡Seguro! ¡Claro que no es seguro! Hay poca probabilidad de burlar la horca». Tal fue la destemplada exclamación del capitán Wicks en la novela de Stevenson; y el mismo novelista puso en boca de Alan Breck Stewart una muestra de candor similar. «Pero cuidado, que no es poca cosa; dormirá al raso y sobre el suelo duro... y tendrá que hacerlo con una mano sobre las armas. Sí, hombre; arrastraremos muchos pies cansados o nos sacarán. Le digo esto desde el principio porque es una vida que conozco bien. Pero si me pregunta qué otra oportunidad tiene, le diré: ninguna».
Yo mismo me siento tentado a veces de hablar de esta forma brusca, después de haber escuchado largas y meditadas disquisiciones que ponen en duda la perfección detallada del Estado distributivo, comparado con la gran felicidad y la tranquilidad definitiva que coronan el actual Estado capitalista e industrial. La gente nos pregunta cómo nos apañaríamos con las torpes faenas de los muelles, y qué ofreceríamos para remplazar la resplandeciente popularidad de lord Davenport y la paz industrial permanente del puerto de Londres. Aquellos que nos preguntan qué haremos con los muelles pocas veces parecen preguntarse qué harían los muelles consigo mismos si nuestro comercio decayera constantemente, como el de tantas ciudades comerciales del pasado. Otros nos preguntan cómo trataríamos con obreros que poseyeran acciones de una empresa que podría arruinarse. Nunca se les ocurre responder a su propia pregunta, en un Estado capitalista en el cual empresa tras empresa se van arruinando. Nosotros tenemos que solucionar las posibilidades menores y más remotas de nuestra sociedad más simple y estática, en tanto que ellos no solucionan las realidades más importantes y urgentes de la suya propia, compleja y decadente. Tienen curiosidad por saber los detalles de nuestro proyecto, y desean establecer de antemano una casuística para todas las excepciones. Pero no se atreven a mirar de frente sus propios sistemas, en los cuales la ruina se ha hecho regla. Otros desean saber si se permitirá que en nuestra utopía exista una máquina en tal o cual condición: como muestra de museo, o como juguete de cuarto de niño, o como «utensilio de tortura del siglo XX» en la cámara de los horrores. Pero aquellos que tan ansiosamente preguntan cómo trabajarán los hombres sin máquinas no nos dicen cómo trabajarán las máquinas si los hombres no las dirigen, o cómo trabajarán tanto máquinas como hombres si no hay trabajo. Están tan impacientes por descubrir los puntos flacos de nuestra propuesta que todavía no han descubierto ningún punto fuerte en su propio sistema. Es extraño que nuestra vana y sentimental fantasía sea tan vívida para estos realistas, al punto de que pueden verla en todos sus detalles, y que su propia realidad sea tan vaga que no puedan verla en absoluto; que no puedan ver el hecho más evidente y abrumador de ella: que ya no existe.
Porque una de las bromas pesadas de la situación  consiste en que nos reprochan a nosotros aquello que es especial y particularmente cierto en ellos. Nos acusan continuamente de que creamos posible volver al pasado, o a la simplicidad bárbara y la superstición del pasado, aparentemente con la idea de que queremos revivir el siglo IX. Pero ellos creen realmente que pueden hacer volver el siglo XIX. Están diciéndonos continuamente que tal o cual tradición se ha perdido para siempre, que tal o cual oficio o creencia ha desaparecido; pero no se atreven a enfrentarse al hecho de que su propio comercio vulgar y de menudeo se ha acabado para siempre. Si hablamos de un renacimiento de la fe, o de un renacimiento del catolicismo, nos llaman reaccionarios, pero siguen encabezando con toda calma sus periódicos con la cantinela del renacimiento comercial. ¡Qué grito que viene del pasado distante! ¡Qué voz salida de la tumba! No tienen motivo alguno para creer que se producirá un renacimiento del comercio, salvo que a sus bisabuelos les hubiera resultado imposible creer en la decadencia del comercio. No tienen motivos para suponer que nos haremos más ricos, excepto el de que nuestros antepasados no nos prepararon para la perspectiva de que nos volviéramos más pobres. Sin embargo, son ellos quienes nos culpan siempre de depender, por tradición sentimental, del juicio de nuestros antepasados. Son ellos quienes rechazan de continuo los ideales sociales por el mero hecho de haber sido ideales sociales de una época anterior. Siempre están diciéndonos que el molino no volverá a sacar el agua que pasó, sin advertir que sus propios molinos ya están ociosos y no sacan absolutamente nada, como los molinos en ruinas de algún evaporado paisaje victoriano primitivo, apropiados para su evaporada cita victoriana primitiva. Siempre están diciéndonos que al oponernos al capitalismo y al mercantilismo hacemos como Canuto cuando increpaba a las olas; y ni siquiera saben que la Inglaterra de Cobden ya está tan muerta como la Inglaterra de Canuto. Buscan siempre hundirnos en las corrientes, arrasarnos con esas metáforas fastidiosas e insípidas de la marea y el tiempo, exactamente como si ellos pudieran disponer el retorno de los ríos que han dejado atrás nuestras ciudades, o exigir a los siete mares que vuelvan a su fidelidad al tridente, o refrenar otra vez, con oro para la minoría y hierro para la mayoría, el rugiente río del Clyde.
Bien podemos sentirnos tentados a emplear la exclamación del capitán Wicks. No estamos escogiendo  entre unos posibles labradores y un comercio próspero. Estamos eligiendo entre unos labradores que tal vez tengan éxito y un comercio que ya ha fracasado. No nos esforzamos por alejar a los hombres de una tarea floreciente, tentándolos con una fiesta en la Arcadia o con una utopía de tipo campesino. Estamos tratando de insinuar que hay que volver a empezar otra vez cuando un negocio en quiebra ha quebrado realmente. No vemos ninguna razón para suponer que el comercio inglés recobrará su predominio del siglo XIX, excepto la del mero sentimentalismo victoriano y esa particular especie de mentira que los diarios llaman «optimismo». Nos insultan por tratar de volver a las condiciones de la Edad Media, como si intentáramos volver a los arcos y a la armadura de la Edad Media. Pues bien, los yelmos ya han vuelto, y la armadura puede volver; y las flechas y los arcos tienen que volver largo tiempo antes de que se produzca un retorno a aquel momento afortunado gracias al cual viven. Es tan probable que se llegue a la conclusión, por algún accidente, de que el arco largo es superior al rifle, como que el acorazado pueda por más tiempo dominar las aguas sin tener en cuenta el aeroplano. El sistema mercantil daba por hecha la seguridad de nuestras rutas comerciales; y eso implicaba la superioridad de nuestra marina nacional. Cualquiera que mire los hechos de frente sabe que la aviación ha alterado toda la teoría de esa defensa marítima. Todo el enorme y terrible problema de una gran población en una pequeña isla que depende de importaciones inseguras es tanto un problema para los capitalistas y colectivistas como para los distributistas. No proponemos aldeas modélicas como parte de un tranquilo sistema de urbanización. Estamos acometiendo al enemigo desde una ciudad sitiada, espada en mano: atacando la ruina de Cartago. « ¡Seguro! ¡Claro que no es seguro! Hay poca probabilidad de burlar la horca».
No creo improbable que, de cualquier modo, vuelva otra vez una vida social más simple, aunque vuelva por el camino de la ruina. Creo que el espíritu encontrará otra vez la simplicidad, aunque sea en la Edad Media. Pero somos cristianos, y nos inquieta tanto el cuerpo como el alma; somos ingleses y no queremos, si podemos evitarlo, que el pueblo inglés sea sólo el pueblo de las ruinas. Y deseamos fervorosamente que se considere si puede producirse la transición a la luz de la razón y de la tradición; si todavía podemos hacer deliberadamente y bien lo que la Némesis hará ruinosamente y sin piedad; si podemos tender un puente desde estas cuestas inclinadas y resbaladizas hasta la tierra más libre y firme de más allá, sin consentir todavía que nuestra nobilísima nación descienda hasta ese valle de humillación en el cual las naciones desaparecen de la historia. Con este propósito, convencidísimos de nuestros principios y sin vergüenza de quedar expuestos a que se nos discuta su aplicación, hemos llamado a consejo a nuestros compañeros.






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