Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (4)




I
ALGUNAS IDEAS GENERALES

4. Sobre un sentido de la proporción.

Los que estudiamos los periódicos y los discursos parlamentarios con la debida atención ya debemos tener una idea bastante precisa de la naturaleza del mal del socialismo.
Es un sueño utópico imposible de realizar y también un peligro positivo y abrumador que nos amenaza a cada momento. Es una cosa que está tan distante como el extremo del mundo y tan próxima como el extremo de la calle. Todo esto está bastante claro, pero el aspecto de él que en este momento me interesa es el utópico. Una persona que acostumbraba escribir en el Daily Mail le dedicó cierta atención; y representaba este ideal social, o en realidad casi cualquier ideal social, como una especie de paraíso de haraganes. Insinuaba que los «débiles» deseaban que se los protegiera contra la violencia y tensión de nuestro fuerte individualismo, y que por eso clamaban por ese Gobierno paternal o legislación de abuelos. Y fue mientras leía sus observaciones cuando, con un placer profundo y duradero, se me presentó la imagen del individualista, del tipo de hombre que probablemente escribe esas observaciones y ciertamente las lee.
El lector, después de doblar el Daily Mail, se levanta de su mesa de desayuno intensamente
individualista, en la que acaba de despachar su temerario y aventurero desayuno: las lonchas de tocino cortadas al cerdo recién guardado en el fondo de su despensa; los huevos arrebatados con riesgo al oscilante nido y al pájaro aleteador en la copa de esos árboles derribados que dieron a la casa el adecuado nombre de Penacho de Pino. Se coloca su sombrero extraño y selecto, hecho según el modelo enteramente sacado de su cabeza extraña y creadora. Sale de su casa original y única, construida con la propia fortuna bien ganada, según su propio diseño arquitectónico bien ideado y que parece expresar, recortada contra el cielo, su propia personalidad apasionada. Avanza por la calle a grandes zancadas, haciendo su camino sobre colinas y valles en dirección al lugar de su tarea favorita, por él elegida: el taller de su oficio imaginativo. Se demora en su camino, ya sea para cortar una flor, ya sea para componer un poema, porque es dueño de su tiempo; es un hombre individual y libre, no como esos comunistas. Puede trabajar en su oficio cuando desee, y trabajar hasta tarde por la noche para compensar una mañana ociosa. Tal es la vida del empleado de oficina en un mundo de empresa privada e individualismo práctico; tal es el modo de viajar desde su casa. Continúa caminando ágilmente a grandes pasos, hasta que ve a lo lejos la pintoresca y llamativa torre de ese taller donde, con los golpes creadores de un dios...
Digo que ve a lo lejos. La expresión no es del todo accidental. Porque ése es exactamente el defecto de todo ese tipo de filosofía periodística de individualismo y empresa; que esas cosas son actualmente más remotas e improbables que las fantasías comunistas. La que está lejos no es la tremenda república bolchevique. Ni es el Estado socialista el utópico. En ese sentido, ni aun la utopía es utópica. El Estado socialista, en cierto sentido, puede pintarse con mucha verdad como terrible y amenazadoramente cercano. El Estado socialista es extremadamente parecido al Estado capitalista, en el cual el empleado de oficina lee y el periodista escribe. La utopía es exactamente como el estado actual de cosas, sólo que es peor.
No habría diferencia para el empleado de oficina si su puesto se convirtiera mañana en una parte de un departamento del Gobierno. Sería igualmente civilizado e igualmente incivil si la persona distante e indefinida que está a la cabeza del departamento fuera un funcionario del Gobierno. Por cierto que para él hay poca diferencia en que él o sus hijas e hijos estén empleados en Correos bajo atrevidos y revolucionarios principios socialistas o empleados en la tienda bajo principios individualistas libres y aventurados. Nunca he oído de nada que se parezca a una guerra civil entre la hija empleada en la tienda y la hija empleada en Correos. Dudo que la joven de Correos esté tan imbuida de principios bolcheviques como para considerar que sería parte de la ética más elevada tomar algo del mostrador de la tienda sin pagarlo. Y dudo que la joven de la tienda se estremezca cuando pasa frente a un buzón colorado por imaginarlo como una avanzadilla del peligro rojo.
Lo que en realidad está muy lejos es esa originalidad y esa libertad elogiadas por el Daily Mail. La torre que el hombre se ha construido para sí es lo que se ve a distancia.
La empresa privada es lo utópico, en el sentido de que es algo tan lejano como la utopía. Lo que para nosotros es un ideal y para nuestros críticos una imposibilidad es la propiedad privada. Eso es lo que en realidad puede discutirse casi exactamente como el escritor del Daily Mail discute el colectivismo. Eso es lo que algunos consideran una meta y otros un espejismo. Eso es lo que sus amigos sostienen que es la satisfacción final de las esperanzas y apetitos modernos y sus enemigos sostienen que es una contradicción con el sentido común y con las posibilidades humanas corrientes. Todos los polemistas que han adquirido conciencia del verdadero problema ya están diciendo de nuestro ideal casi exactamente lo mismo que se acostumbraba decir del ideal socialista. Dicen que la propiedad privada es demasiado ideal para no ser posible. Dicen que la empresa privada es demasiado perfecta para ser verdadera. Dicen que la idea de hombres ordinarios dueños de posesiones ordinarias va contra las leyes de la economía política y requiere un cambio de la naturaleza humana. Dicen que todo práctico hombre de negocios sabe que la cosa no marcharía, exactamente como esa misma gente obsequiosa está siempre pronta a saber que la dirección  a cargo del Estado no funcionaría nunca. Porque tienen una fe simple y conmovedora que les hace creer que ninguna dirección, salvo la propia, podría servir nunca. Llaman a esto ley de la naturaleza, y a cualquiera que se atreva a dudar de ella lo llaman enfermizo. Pero lo que hay que ver es que, aunque la solución normal de la propiedad privada para todos no se ha hecho una realidad muy difundida hasta ahora, en la medida en que la han hecho realidad los dirigentes del mercado moderno (y por lo tanto del mundo moderno), es a ese concepto normal de propiedad al que dirigen la misma crítica que dirigían al concepto anormal del comunismo. Dicen que es utópico y tienen razón. Dicen que es idealista y tienen razón. Dicen que es quijotesco y tienen razón. Merece cualquier nombre que indique hasta qué punto han desterrado ellos la justicia del mundo; cualquier nombre que mida lo apartado que de ellos y de los de su calaña está el nivel de vida honorable; cualquier nombre que acentúe y repita el hecho de que la propiedad y la libertad están separadas de ellos y de los suyos por un abismo entre cielo y tierra.
Ése es el verdadero problema que hay que discutir con nuestros críticos serios; y he escrito aquí una serie de artículos que tratan de él más directamente. Es cuestión de saber si este ideal puede ser algo más que un ideal; no es cuestión de si ha de confundirse con la despreciable realidad presente. Es simplemente cuestión de saber si esta cosa buena es realmente demasiado buena para ser verdad. Por el momento sólo diré que si los pesimistas están convencidos de su pesimismo, si los escépticos sostienen realmente que nuestro ideal social ha sido desterrado para siempre por las dificultades mecánicas o el destino materialista, al menos han llegado a una conclusión notable y curiosa. Difícilmente será más extraño decir que el hombre tendrá que separarse de ahora en adelante de sus brazos y piernas debido a que ha mejorado el modelo de ruedas, que decir que debe despedirse para siempre de dos apoyos tan naturales como el sentido de elegir para sí y de poseer algo propio. A estos críticos, figuren como críticos del socialismo o del distributismo, les gusta mucho hablar de extravagantes esfuerzos de imaginación o de presiones imposibles sobre la naturaleza humana. Confieso que yo tengo que forzar y presionar mucho mi propia imaginación humana y mi naturaleza humana para concebir algo tan avieso y pavoroso como la raza humana olvidada por fin completamente del pronombre posesivo.
Sin embargo, como decimos, con estos críticos es con quienes debatimos. La distribución quizá sea un sueño. Tres acres y una vaca quizá sean una broma, quizá las vacas sean animales fabulosos, tal vez la libertad sólo sea un nombre, la empresa privada quizás sea la persecución de un pato salvaje, en la que el mundo no puede ir más adelante. Pero en cuanto a las gentes que hablan como si la propiedad y la empresa privada fueran los principios que obran actualmente digamos que están tan ciegas, sordas y muertas a todas las realidades de su propia existencia diaria que pueden ser excluidas del debate.
En ese sentido, por lo tanto, sí que somos utópicos; en el sentido de que nuestra tarea es posiblemente más remota y por cierto más difícil. Somos más revolucionarios en el sentido de que una revolución significa una inversión, un cambio de dirección, aunque sea acompañado de una limitación en el paso. El mundo que deseamos difiere mucho más del mundo existente de lo que difiere ese mundo existente del mundo del socialismo. Por cierto que, como ya se ha señalado, no hay mucha diferencia entre el mundo actual y el socialismo; excepto que hemos omitido los conceptos menos importantes y más decorativos del socialismo, ideas adicionales tales como la de justicia, ciudadanía, abolición del hambre y demás. Ya hemos aceptado del socialismo todo aquello que siempre disgustó a cualquier persona inteligente. Tenemos todo aquello de lo cual acostumbraban a quejarse en la desolada utilidad y unidad del mirar atrás. Lo que en el mundo de Wells o de Webb era criticado como civilización centralizada, impersonal y monótona, es una descripción exacta de la civilización existente. No se ha omitido nada, salvo algunas ideas vanas acerca de la necesidad de alimentar a los pobres u otorgar derechos al populacho. En lo demás, la unificación y reglamentación ya es completa. La utopía ha obrado pésimamente. El capitalismo ha hecho todo lo que amenazaba con hacer el socialismo. El empleado de oficina tiene exactamente la clase de funciones pasivas y placeres permisivos que tendría en la ciudad modelo más monstruosa. No me burlo de él: tiene muchas aficiones inteligentes y virtudes domésticas a pesar de la civilización de la cual disfruta. Son exactamente las aficiones y virtudes que podría tener como inquilino y servidor del Estado.
Pero desde el momento en que se levanta hasta el momento en que vuelve a dormirse, su vida transcurre en una rutina trazada por otros, a menudo por otros a los que nunca conocerá siquiera. Vive en una casa que no es suya, que no hizo él, que no quiere. A todas partes va por senderos trillados, va siempre hasta su trabajo sobre carriles. Ha olvidado lo que sus padres, los cazadores y peregrinos y trovadores errantes, entendían por abrirse camino hasta un lugar. Piensa en términos de salarios; esto es, se ha olvidado del verdadero sentido de la riqueza. Su mayor ambición está relacionada con la obtención de este o aquel puesto subalterno en un oficio que ya es una burocracia. Hay cierta competencia para ese puesto dentro de ese oficio, pero también la habría dentro de cualquier burocracia. Éste es un punto que a menudo pasan por alto los defensores del monopolio. A veces declaran que aun en tal sistema habría todavía competencia entre los servidores: presumiblemente competirían en servilismo. Pero también podría haberla después de la nacionalización, cuando todos fueran servidores del Estado. Toda la objeción hecha al socialismo de Estado desaparece si ésa es una respuesta a la objeción. Si toda empresa estuviera tan enteramente nacionalizada como un puesto policial, esto no evitaría que brotaran y florecieran entre ellos las agradables virtudes de los celos, la intriga y la ambición egoísta, como sucede aún entre policías.
De cualquier modo, ese mundo existe; y se dirá que es utópico desafiar a ese mundo, se dirá que es locamente utópico cambiar ese mundo. En ese sentido puede aplicárseme el nombre a mí y a aquellos que están de acuerdo conmigo, y no nos pelearemos con quien lo haga.
Pero en otro sentido el nombre es altamente engañoso y particularmente inadecuado. La palabra «utopía» no sólo implica dificultad de obtención, sino también otras cualidades unidas a ella, en ejemplos tales como el de la utopía del señor Wells. Y es esencial explicar enseguida por qué no acompañan a nuestra utopía (si es una utopía).
No ofrecemos la perfección, sino la proporción.
Deseamos corregir las proporciones del Estado moderno; pero la proporción se da entre cosas diversas, y una proporción casi nunca es un molde. Es como si estuviéramos dibujando el retrato de un hombre y ellos creyeran que estábamos dibujando un diagrama de poleas y barras para la construcción de un robot. No proponemos que en la sociedad sana toda la tierra se ocupe de la misma manera, ni que todo bien sea poseído en las mismas condiciones, ni que todos los ciudadanos deban tener la misma relación con la ciudad. Todo lo que sostenemos es que el poder central necesita poderes menores que lo contrapesen y refrenen, y que éstos han de ser de muchas clases: algunos individuales, algunos comunales, algunos oficiales, etc. Tal vez algunos de ellos abusen de su privilegio, pero preferimos ese riesgo al del Estado o el trust que abusa de su omnipotencia.
A veces, por ejemplo, se me reprocha el no creer en mi propia época, o se me reprocha todavía más el creer en mi religión. Se me llama medieval; y algunos hasta han descubierto en mí una preferencia por la Iglesia católica, a la cual pertenezco. Pero suponed que hiciéramos un paralelo de estas cosas. Si cualquiera dijese que los reyes medievales o los modernos países labriegos son culpables por tolerar infiltraciones comunistas, nos sorprendería descubrir que se refiere en realidad a que toleran los monasterios. Sin embargo, en cierto sentido, es verdad que los monasterios están entregados al comunismo y que todos los monjes son comunistas. Su vida económica y ética es una excepción en una civilización general de feudalismo o vida familiar. No obstante, su situación privilegiada era considerada más bien como un puntal del orden social. Dan a algunas ideas comunales su lugar adecuado y proporcionado dentro del Estado; y algo de eso mismo era verdad en la tierra común. Deberíamos dar buena acogida a la oportunidad de permitir a cualquier gremio o grupo de un color comunal su lugar adecuado dentro del Estado; estaríamos perfectamente dispuestos a considerar parte de la tierra como tierra común. Lo que decimos es que nacionalizar simplemente toda la tierra sería como hacer que todo el mundo fuera monje; es dar a aquellos ideales un lugar mayor que el adecuado y proporcionado dentro del Estado. Por lo general, el comunismo no tiene intención de que algunas personas se hagan comunistas, sino de que todas lo sean. Pero no diríamos, en el mismo sentido estricto y literal, que la intención del distributismo es que todos sean distributistas. Por cierto, tampoco diríamos que el designio del Estado labriego es que todos sean labradores.
Pretenderíamos que tuviera el carácter general de un Estado labriego; que la tierra estuviera en gran parte ocupada en esa forma y la ley generalmente dirigida con ese espíritu; y que cualesquiera otras instituciones se mantuvieran como excepciones que pueden ser reconocidas, como puntos sobresalientes en esa alta meseta de igualdad.
Si esto es inconsistente, nada es consistente; si esto no es práctico, nada en la vida humana es práctico. Si un hombre quiere lo que llama un jardín, planta flores donde puede y especialmente donde éstas determinen el carácter general de la jardinería del paisaje. Naturalmente, no cubre el jardín por completo; lo único que hace es darle color. El hombre no espera que crezcan rosas en los cacharros de la chimenea, ni que las margaritas trepen por las barandas; menos aún espera que los tulipanes nazcan en los pinos o que el mimulu florezca como un rododendro. Pero sabe perfectamente bien lo que significa un jardín, y también lo saben todos los demás. Si quiere una huerta en vez de un jardín, procede de diferente manera. Pero ¿no espera que una huerta sea exactamente como una cocina? No desentierra todas las patatas porque no se trate de un jardín y porque la patata tenga flor. Sabe cuál es su principal propósito, pero, como no es tonto de nacimiento, no cree que pueda lograrlo en todas partes con la misma intensidad, ni de manera igualmente pura, sin mezcla con otra suerte de cosas. El jardinero no relegará las capuchinas a la huerta porque se sepa que alguna gente extraña las come. Ni el otro clasificará como flor una hortaliza porque se la llame coliflor.
De modo que no excluiríamos de nuestro jardín social toda máquina moderna, así como tampoco excluiríamos todo monasterio medieval. Y por cierto que la parábola es harto apropiada, porque ésta es la clase de juicio humano elemental que los hombres no perdieron nunca hasta que perdieron sus jardines: así como ese juicio superior que es más que humano se perdió con un jardín hace mucho tiempo.



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