Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (6) 2. Un malentendido acerca del método.



Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (6)

II
ALGUNOS ASPECTOS DE LA GRAN EMPRESA
            2. Un malentendido acerca del método.
Antes de proseguir con este esquema, encuentro que debo detenerme en un paréntesis tocante a la naturaleza de mi tarea, sin el cual el resto de ella puede comprenderse mal. 

En realidad, sin pretender que poseo alguna experiencia oficial ni comercial, estoy haciendo aquí mucho más de lo que nunca se ha pedido a la mayoría de los simples hombres de letras (si puedo, por el momento, llamarme hombre de letras) cuando, confiadamente, dirigen movimientos sociales o defendían ideales sociales.
Prometeré que, hacia el final de estas notas, el lector sabrá mucho más acerca de cómo podrían los hombres emprender la formación de un Estado distributivo de lo que supieron alguna vez los lectores de Carlyle acerca de cómo podrían encontrar un rey héroe o un líder regio. Creo que podemos explicar cómo se hace para que la pequeña tienda o la pequeña granja sean un rasgo común de nuestra sociedad, mejor de lo que Matthew Arnold explicó cómo se hacía del Estado nuestra mejor obra. Creo que la explotación agrícola se señalará en alguna especie de mapa tosco más claramente de lo que se señala el Paraíso Terrenal en la carta de navegación de William Morris; y creo que frente a sus noticias de ninguna parte esto podría llamarse con
justicia noticias de alguna parte. Rousseau y Ruskin fueron a menudo más vagos y visionarios de lo que lo soy yo; aunque Rousseau fue aun más rígido en las abstracciones y Ruskin se agitaba mucho a veces por detalles particulares.
No necesito decir que no me estoy comparando con estos grandes hombres; estoy señalando que aun a éstos, cuyas inteligencias dominaban un terreno tanto más amplio, y cuya situación como editores era mucho más respetada y autorizada, en realidad no se les pedía nada fuera de los principios generales que se nos acusa de dar. Sólo estoy señalando que la tarea ha recaído en un poeta muy inferior cuando ni a esos profetas mucho mayores se les exigía llevar a cabo y completar el cumplimiento de sus propias profecías. Parecería que nuestros padres fueran ciertamente capaces de tener una visión clara de la meta con o sin un mapa detallado del camino, y capaces de referir una ignominia sin la obligación de entrar a describir un sustituto. No obstante, cualquiera que sea la razón, es muy cierto que si yo fuera suficientemente grande como para merecer los reproches de los utilitaristas, si yo fuera en realidad tan meramente idealista o imaginativo como me pintan, si realmente me limitara a dar una dirección sin medir exactamente el camino, a señalar la casa o el cielo y decir a los hombres que echaran mano de su buen sentido para llegar a ellos, si eso fuera en realidad lo único que pudiera hacer, estaría haciendo lo único que se esperó que hicieran hombres inconmensurablemente más grandes que yo, desde Platón e Isaías hasta Emerson y Tolstoi.
Desde luego, no es eso todo lo que puedo hacer; aunque aquellos que no lo hicieron, hicieron mucho más. También puedo hacer alguna otra cosa, pero sólo puedo hacerla si se comprende lo que hago. Al mismo tiempo sé muy bien que, al explicar el adelanto de sociedad tan perfecta, un hombre puede hallar con frecuencia muy difícil explicar exactamente lo que está haciendo hasta que esté hecho. He examinado y rechazado media docena de modos de abordar el problema por diferentes caminos, que llevan todos a la misma verdad. Había pensado empezar con el ejemplo simple del labrador, pero sabía que cien corresponsales se me echarían encima, acusándome de intentar convertirlos a todos en labradores. Pensé, pues, en empezar con la descripción de un razonable Estado distributivo en esencia, con todo su equilibrio de cosas diferentes; exactamente como los socialistas describen su utopía en esencia, con su concentración en una cosa. Pero sabía que cien corresponsales me llamarían utópico y dirían que evidentemente mi proyecto no podía ponerse en práctica porque sólo podía describirlo puesto en práctica.
Aunque lo que realmente habrían querido decir al llamarme utópico es esto: que hasta que ese proyecto fuera puesto en práctica no habría nada que hacer. Finalmente decidí acercarme a la solución en esta forma: primeramente, señalando que el impulso monopolista no es irresistible; que aquí y ahora aún podía hacerse mucho para modificarlo, cualquiera podía hacer mucho, y todos casi todo. Luego sostendría que con la eliminación de esa particular presión plutocrática revivirían el deseo y el aprecio de la propiedad natural, como de cualquier otra cosa natural.
Entonces, digo, valdrá la pena proponer a gentes así vueltas a la cordura, aunque sea esporádicamente, una sociedad sana que equilibre la propiedad y controle la maquinaria. Y terminaría con la descripción de esta última sociedad, con sus leyes y limitaciones.
Puede ser o no ser una buena distribución y un buen ordenamiento de las ideas, pero es inteligible; y opino con toda humildad que tengo derecho a colocar mis explicaciones en ese orden, y ningún crítico tiene derecho a quejarse de que no las desordene a fin de responder a preguntas fuera de su orden. Estoy dispuesto a escribir para él toda una enciclopedia del distributismo, siempre que él tenga la paciencia de leerla. No es razonable que se queje de que no haya tratado adecuadamente sobre zoología, medidas del Estado en defensa de algo, en la letra «b»; o que no me haya referido a la honorable posición social del gremio de los xilógrafos cuando todavía estoy tratando, por aquello del orden alfabético, el gremio de los arquitectos. Estoy dispuesto a ser tan aburrido como Euclides; pero el crítico no deberá quejarse de que la proposición cuarenta y ocho del segundo libro no sea parte del Pons asinorum. El antiguo gremio de los constructores de puentes tendrá que construir muchos de esos puentes.
Por comentarios que me han llegado colijo que las sugerencias que ya he hecho pueden no explicar del todo su lugar y propósito dentro de este proyecto. Estoy señalando simplemente que el monopolio no es omnipotente, ni siquiera ahora y aquí, y que cualquiera podría pensar, en la excitación del momento, en los muchos modos en que puede ser demorado y hasta anulado ese triunfo final. Supongamos que un monopolizador que sea mi mortal enemigo se esfuerce por arruinarme impidiéndome vender huevos a mis vecinos; le puedo decir que viviré de los nabos de mi propia huerta. No tengo el propósito de limitarme a los nabos, ni de jurar que nunca tocaré mis propias patatas o mis habas. Pongo los nabos como ejemplo de algo que puedo tirarle a la cara. Supongamos que el malvado millonario en cuestión llegara a mí, y sonriendo burlonamente sobre la tapia del jardín, dijera: «Noto por su aspecto de muerto de hambre y por su flacura que tiene usted  necesidad inmediata de unos pocos chelines, pero no tiene posibilidad de conseguirlos». Posiblemente esto me llevara a replicar: «Sí, puedo conseguirlos. Podría vender mi primera edición de Martín Chuzzlewit». No quiere decir necesariamente que ya me vea en una pobre tumba a menos que pueda vender el Martín Chuzzlewit; no quiere decir que no se me ocurra nada más que vender el Martín Chuzzlewit; no me propongo jactarme, como cualquier político corriente, de haber unido mi bandera a la política de Martín Chuzzlewit. Con eso, solamente habría querido decir al ofensivo pesimista que no estoy carente de recursos; que puedo vender un libro, y hasta escribirlo si el caso se hace desesperado. Podría hacer gran cantidad de cosas antes de llegar a una acción resueltamente antisocial, como sería la de asaltar un banco o (todavía peor) la de trabajar en  un banco.
Podría hacer muchísimas cosas de muchísimas clases, y doy un ejemplo al comienzo para indicar que hay muchísimas más y no que no hay más. En mi casa hay muchísimas cosas de muchísimas clases además de un ejemplar de Martín Chuzzlewit. No hay muchas cosas de gran valor, excepto para mí, pero algunas son de algún valor para cualquiera. Porque lo característico de una casa es que sea una mezcla de cosas. Y la mía, por lo menos, llega a ese austero ideal doméstico. Lo que pasa con la casa de uno es que no sólo es un conjunto de cosas diferentes, que son no obstante una sola cosa, sino que es una cosa en la cual valoramos hasta las cosas que olvidamos. Si un hombre incendia mi casa reduciéndola a un montón de cenizas, no estoy menos justamente indignado con él por haberlo quemado todo que por no poder recordar en un principio todas las cosas que ha quemado. Y así, como con los lares, ocurre con toda esa religión doméstica, o lo que queda de ella, para resistirse a la disciplina destructiva del capitalismo industrial. En una sociedad más simple saldría corriendo de las ruinas pidiendo socorro a la comuna o al rey, y gritando: ¡Justicia! Un ladrón ha quemado mi puerta de roble con los acostumbrados accesorios, catorce marcos de ventanas, nueve cortinas, cinco alfombras y media, setecientos cincuenta y tres libros, de los cuales cuatro eran éditions de luxe, un retrato de mi bisabuela...», y así sucesivamente, agregando todos los artículos; pero se perdería algo del impetuoso y simple grito feudal, la simple exclamación «¡justicia!». De la misma manera podría haber empezado este esbozo con un inventario de todas las alteraciones que querría ver en la ley con el objeto de establecer alguna justicia económica en Inglaterra. Pero dudo que el lector hubiera tenido mejor idea de lo que finalmente me proponía, y no hubiera sido el camino por el cual me propongo marchar ahora. Más tarde tendré ocasión de entrar en detalles sobre estas cosas; pero los casos que expongo son meros ejemplos de mi primera tesis general: que ni siquiera en este momento estamos haciendo todo lo que podría hacerse para resistir a la acometida del monopolio; y que cuando la gente habla como si ahora no pudiera hacerse nada, esa declaración es falsa desde el comienzo; y que inmediatamente se le presentarán a la inteligencia toda clase de respuestas.
El capitalismo se está desintegrando, y en cierto sentido no fingiremos estar tristes porque se desintegra. Claro que podríamos favorecernos muy correctamente diciendo que ayudaríamos a desintegrarlo, pero no queremos que simplemente se destruya. El primer hecho que hay que comprender es precisamente ése: que se trata de elegir entre su desintegración o su destrucción. Hay que elegir entre la posibilidad de que voluntariamente se descomponga en sus verdaderos componentes, volviendo cada uno a lo que era, y la posibilidad de que sencillamente se desplome sobre nuestras cabezas en un estampido o confusión de todos sus componentes, que algunos llaman comunismo y algunos otros llaman caos. Lo que toda la gente sensata debería tratar de conseguir es lo primero. Lo último es lo que toda la gente sensata debería tratar de impedir. Por eso con frecuencia son agrupados.
Me he limitado principalmente a contestar lo que siempre consideré como primer interrogante: « ¿Qué tenemos que hacer ahora?». Respondo a eso: «Lo que tenemos que hacer es refrenar a los demás para que no continúen haciendo lo que hacen ahora». El enemigo tiene la iniciativa. Él es quien ya está haciendo cosas, y las habrá hecho mucho antes de que nosotros podamos empezar a hacer algo, puesto que él tiene el dinero, la maquinaria, la mayoría y otras cosas que nosotros tenemos que conquistar antes de poder utilizarlas. Ha completado casi el triunfo capitalista, pero no del todo; y todavía es posible estorbarle y echarle la soga al cuello. El mundo se ha despertado muy tarde, lo cual no es culpa nuestra. Es culpa de los locos que durante veinte años nos dijeron que nunca podría haber trust, y que ahora nos dicen, con igual cordura, que nunca podrá haber nada más. Pido al lector que tenga presentes otras cosas. La primera es que este esbozo es sólo un esbozo, aunque uno apenas pueda evitar algunas curvas y revueltas. No pretendo salvar todos los obstáculos que pueden surgir en esta cuestión, porque muchos de ellos parecerían a muchos cuestiones del todo diferentes. Pondré un ejemplo de lo que quiero decir. ¿Qué hubiera pensado el lector criticón si nada más empezar este bosquejo hubiera entrado en una larga discusión sobre la ley de difamación?
Sin embargo, si yo fuera estrictamente práctico, hallaría que ése es uno de los obstáculos más positivos. La ridícula posición actual es que el monopolio no es rechazado como fuerza social, pero que todavía puede agraviar como imputación legal. Si usted intenta impedir que un hombre acapare leche, lo primero que ocurrirá será que sufrirá un ruinoso proceso por calumnias por haber llamado a tal cosa acaparamiento. Es claro que el simple sentido común dice que si la cosa no es pecado, no hay calumnia. Tal y como  están las cosas, no hay castigo para el que lo hace, pero hay castigo para el que lo descubre. No trato aquí (aunque estoy absolutamente dispuesto a hacerlo en cualquier otra parte) sobre todas esas dificultades detalladas que una sociedad como la ahora constituida suscitaría en una sociedad como la que deseamos construir. Si se constituyera sobre los principios que sugiero, se tratarían esos detalles, a medida que surgieran, sobre esos principios. Por ejemplo, pondría fin al destino por el cual hombres más poderosos que emperadores fingen ser comerciantes particulares que sufren la malignidad privada. Sostendría que aquellos que en la práctica son hombres públicos deben ser criticados como males públicos en potencia. Eso acabaría con la absurda situación por la cual un «caso importante» es visto por un «jurado especial»; o dicho con otras palabras, impediría que cualquier punto de disputa entre ricos y pobres fuera juzgado por los ricos. Pero verá el lector que aquí no puedo rechazar las diez mil cosas que podrían salirnos al paso; tengo que suponer que un pueblo dispuesto a correr los mayores riesgos correría también los menores. Ahora bien, este boceto es un boceto; dicho de otro modo, es un proyecto, y cualquiera que piense que podemos obtener cosas prácticas sin proyectos teóricos puede ir y pelearse con el ingeniero o arquitecto que tenga más cerca porque dibuja líneas delgadas sobre un papel delgado. Pero también en otro sentido más especial mis indicaciones son un boceto: en el sentido de que está deliberadamente trazado como una gran limitación dentro de la cual hay muchas diversidades. Hace mucho que conozco, y me divierte no poco, a ese tipo de hombre práctico que seguramente dirá que generalizo porque no hay plan práctico. La verdad es que generalizo porque hay muchos planes prácticos. Yo mismo sé de cuatro o cinco proyectos que se han redactado, más o menos drásticamente, para la difusión del capital. El más prudente, desde el punto de vista capitalista, es el aumento gradual de la participación en las ganancias. Una forma más rigurosamente democrática de la misma cosa es la dirección de la empresa (si no puede ser una empresa pequeña) por un gremio o grupo que una sus contribuciones y divida sus resultados. A algunos distributistas les disgusta la idea del trabajador que tiene acciones sólo donde tiene trabajo; creen que el trabajador sería más independiente si invirtiera su pequeño capital en cualquier otra parte; pero todos están de acuerdo en que debería tener un capital para invertir. Otros siguen llamándose distributistas porque darían a todos los ciudadanos un dividendo mediante sistemas nacionales de producción mucho mayores. Yo, deliberadamente, saco mis principios generales de modo que pueda abarcar tantos de estos proyectos comerciales alternativos como sea posible. Pero me opongo a que se me diga que abarco tantos porque sé que no hay ninguno. Si le digo a un hombre que vive con demasiado lujo y extravagancia y que debería economizar en algo, no estoy obligado a darle una lista de sus lujos. Y lo que sostengo es que la sociedad moderna estaría mucho mejor si dividiera la propiedad mediante cualquiera de estos procesos. Eso no quiere decir que no tenga mi forma favorita: personalmente prefiero el segundo tipo de división dado en la lista de ejemplos de más arriba. Pero mi tarea principal es señalar que cualquier reversión en la tendencia precipitada a concentrar la propiedad será un adelanto sobre el estado actual de cosas. Si le digo a un hombre que se está quemando su casa allá en Putney, puede que me lo agradezca aunque no le proporcione una lista de todos los vehículos que van hasta Putney, con los números de todos los taxis y el horario de todos los tranvías. Basta que yo sepa que hay gran cantidad de vehículos para que él elija, antes de que se vea reducido a la proverbial aventura de ir a Putney montado en un puerco. Basta que cualquiera de esos vehículos sea en conjunto menos incómodo que una casa en llamas o un montón de cenizas. Admitiría que se me llamara poco práctico si entre este lugar y Putney hubiera selvas impenetrables y destructoras inundaciones; en ese caso podría ser tan idealista elogiar Putney como elogiar el Paraíso. No admito que sea poco práctico porque sepa que hay media docena de modos prácticos que son más prácticos que el estado de cosas presente. Pero, de hecho, no se deduce que no sepa llegar a Putney. Aquí, por ejemplo, hay media docena de cosas que ayudarían al proceso del distributismo, aparte de aquellas que tendré ocasión de tratar como cuestiones de principio. No todos los distributistas estarán de acuerdo con todas ellas; pero todos concordarán en que siguen la orientación del distributismo:
1) La aplicación de impuestos a los contratos, de modo que no alienten la venta de la pequeña propiedad a grandes propietarios y estimulen la división de la gran propiedad entre pequeños propietarios.
2) Algo así como el derecho sucesorio napoleónico y la abolición de la primogenitura.
3) El establecimiento de leyes liberales para los pobres, de tal modo que la pequeña propiedad siempre pudiera ser defendida contra la grande.
4) La protección deliberada de ciertos experimentos en la pequeña propiedad, si fuera necesario mediante tasas y aun tasas locales.
5) Los subsidios para fomentar la iniciación de tales experimentos.
6) Una liga de consagración voluntaria, y un número cualquiera de otras cosas de la misma clase.
Pero he insertado aquí este capítulo con el objeto de explicar que esto es un bosquejo de los principios primeros del distributismo y no de los detalles últimos, sobre los cuales pueden discutir hasta los distributistas. En tal exposición, los ejemplos se dan como ejemplos, y no como lista exacta y total de todos los casos que abarca la regla.
Si no se comprendiera este principio elemental de exposición, tendría que conformarme con ser llamado poco práctico por esa clase de hombre práctico. Por cierto, desde su punto de vista, hay algo de verdad en su acusación. Sea o no sea yo un hombre práctico, no soy lo que se llama un político práctico, es decir un político profesional. No puedo pretender tomar parte alguna en la gloria de haber llevado a mi patria a su promisoria y esperanzada situación actual.
Cabezas más recias que la mía han fundado la prosperidad actual del carbón. Hombres de acción, de energía más vigorosa, nos han llevado a la consoladora situación de vivir de nuestro capital. No he tenido parte alguna en la revolución industrial que ha aumentado las bellezas de la naturaleza y ha reconciliado las clases de la sociedad; tampoco debe el lector demasiado entusiasta agradecerme a mí esta Inglaterra más culta, en la cual el empleado vive de limosnas del Estado y el empleador da vueltas y más vueltas en descubierto.

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