Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (7)




 II
ALGUNOS ASPECTOS DE LA GRAN EMPRESA

3. Un caso en cuestión.
Es tan natural para nuestros críticos comerciales discutir en círculo vicioso como viajar en el «círculo de los íntimos».
No es mera estupidez, pero es mero hábito; y no es fácil penetrar en este anillo de hierro ni escapar de él. Cuando decimos que pueden hacerse cosas, por lo común queremos decir que podrían ser hechas por la masa de los hombres o por los dirigentes del Estado. He brindado un ejemplo de algo que la masa podría hacer fácilmente, y aquí daré un ejemplo de algo que el gobernante podría hacer con absoluta facilidad. Pero debemos estar preparados para que nuestros críticos empiecen a discutir en círculo vicioso y decir que el pueblo actual nunca se pondrá de acuerdo o que el actual gobernante nunca obrará de esa forma. Pero esta queja es una confusión. Estamos respondiendo a gentes que consideran nuestro ideal imposible en sí mismo. Es claro que si no se quiere, no se intenta alcanzarlo; pero que no se diga que porque no se quiere se sigue que no se podría alcanzar si se quisiera. Una cosa no se hace intrínsecamente imposible simplemente porque una multitud no trata de obtenerla, ni deja de ser política práctica porque no haya político suficientemente práctico para seguirla.
Empezaré con un ejemplo vulgar y conocido. A fin de asegurar un descanso a nuestro inmenso proletariado, tenemos una ley que obliga a los empleadores a cerrar sus negocios medio día por semana. Dado el principio proletario, es una cosa saludable y necesaria para el Estado proletario; exactamente como las saturnales son cosa saludable y necesaria para el Estado esclavo. Conocida esta medida para el proletariado, una persona práctica diría naturalmente: «También tiene otras ventajas; será una oportunidad para cualquiera que quiera hacer su propio trabajo sucio, para el hombre que puede desenvolverse sin sirvientes». Ese ser degradado que hasta sabe hacer las cosas solo, por fin tendrá una oportunidad de alcanzar un éxito. El solitario maniático que realmente puede trabajar para vivir, posiblemente tenga oportunidad de vivir. No es necesario que un hombre sea distributista para que diga esto, es cosa corriente y obvia que diría cualquiera. El hombre que tiene sirvientes debe dejar de explotar a sus sirvientes. Desde luego que el hombre que no tiene sirvientes a quienes explotar no puede dejar de explotarlos. Pero la ley en realidad está hecha de tal forma que también obliga a este hombre a dar descanso a los sirvientes que no tiene.
Propicia saturnales que nunca tienen lugar para una multitud de esclavos fantasmas que jamás han estado allí. No hay ni siquiera un rudimento razonable en esta disposición. En todo sentido posible, desde el material inmediato hasta el sentido abstracto y matemático, es absolutamente disparatada. Vivimos días de peligrosa división de intereses entre empleador y empleado. Por lo tanto, aunque no estén divididos, sino realmente unidos en una sola persona, debemos dividirlos nuevamente en dos partes. Forzamos a un hombre a darse algo que no quiere porque algún otro que no existe podría quererlo. Le advertimos que será mejor que reciba una comisión de sí mismo, o podría levantarse en huelga contra sí mismo. Tal vez hasta se haga bolchevique y se tire a sí mismo una bomba; y en ese caso no le quedará más camino a su firme sentido del derecho y el orden que leer el Acta de Sedición y pegarse un tiro.
Dicen que somos poco prácticos, pero todavía no hemos producido una fantasía académica como ésta. A veces sugieren que nuestro pesar por la desaparición del labrador y el aprendiz es sólo cuestión de sentimiento.
¡Sentimental! No hemos caído en el sentimentalismo hasta el extremo de sentir piedad por aprendices que no han existido nunca. No hemos alcanzado esa riqueza de emoción romántica que nos haría capaces de llorar más copiosamente por un imaginario ayudante de almacenero que por el almacenero real. Todavía no estamos tan borrachos como para ver doble cuando miramos dentro de nuestra tienda predilecta, ni para hacer que el dueño se pelee con su propia sombra. Dejemos que estos hombres de negocios tercos y prácticos derramen lágrimas por las penas de un muchacho de oficina no existente y prosigamos por nuestra propia senda desértica e irregular, que por lo menos acierta a pasar por la tierra de los vivos.
Ahora bien, si mañana se hiciera tan pequeño cambio, se establecería una diferencia: una diferencia considerable y creciente. Y si algún temerario defensor de la gran empresa me dice que una pequeñez como ésa podría cambiar muy poco las cosas, que tenga cuidado, porque está haciendo lo que tales defensores evitan sobre todas las cosas: está contradiciendo a sus maestros. Entre las mil cosas interesantes, perdidas entre un millón sin interés, que aparecen en los informes parlamentarios y de asuntos públicos de los diarios, había una pequeña comedia realmente encantadora que trataba sobre esta cuestión. Un hombre normalmente razonable y con instinto popular, descarriado y llegado al Parlamento por alguna equivocación, señaló este hecho simple: que no había necesidad de proteger al proletariado donde no había proletariado que proteger; y que por lo tanto el tendero solitario podría permanecer en su solitaria tienda. Y el ministro a cargo del asunto replicó, con enternecedora inocencia, que era imposible, porque sería injusto con las grandes tiendas. Es evidente que las lágrimas fluyen espontáneamente en tales círculos, como fluyeron en lord Lundy, el próspero político. Quedaba conmovido por el simple pensamiento de los posibles sufrimientos de los millonarios. Se le presentó a la imaginación el señor Selfridgel agonizante, y los gemidos del señor Woolworth, de la Torre de Woolworth, estremecieron los corazones buenos a los cuales nunca llegará en vano el llanto de los ricos afligidos. Pero, pensemos lo que pensemos acerca de la sensibilidad necesaria para considerar como objetos dignos de compasión a los dueños de grandes tiendas, de cualquier modo arregla de golpe todo el fatalismo elegante que ve en su éxito algo inevitable. Es absurdo que nos digamos que nuestro ataque está destinado a fracasar y luego que habría algo absolutamente falto de escrúpulos en triunfo tan inmediato. Aparentemente, debe admitirse la gran empresa porque es invulnerable, y debe perdonársela porque es vulnerable. Esta gran burbuja absurda no podrá reventar nunca; y resulta simplemente cruel que el pinchazo de alfiler de la competencia la haga estallar.
No sé si las grandes tiendas son tan débiles e inestables como decía su defensor. Pero, cualquiera que fuese el efecto inmediato sobre las grandes tiendas, estoy seguro de que habría un efecto inmediato sobre las pequeñas. Estoy seguro de que si pudieran comerciar el día de descanso general, no sólo significaría que habría más comercio para ellas, sino que habría más de ellas comerciando. Querría decir, al menos, que habría una clase numerosa de pequeños tenderos, y ése es exactamente el tipo de cosa que crea una diferencia política total, como la crea en el caso de pequeños propietarios de labrantíos. No es cuestión de números en el simple sentido mecánico. Es cuestión de presencia y presión de un tipo social particular. No es sólo cuestión de cuántas cabezas se cuentan, sino, en un sentido más real, si cuentan las cabezas. Si hubiera algo que pudiera llamarse clase de campesinos, o clase de pequeños comerciantes, harían sentir su presencia en la legislación aunque hubiera lo que se llama legislación de clases. Y la misma existencia de esa tercera clase sería el fin de lo que se llama lucha de clases, por cuanto su teoría divide a todos los hombres en empleadores y empleados. No quiero decir, por supuesto, que esta pequeña alteración legal sea la única que tengo que proponer; la menciono en primer término porque es la más obvia. Pero la menciono también porque ejemplifica muy claramente lo que entiendo por las dos etapas: la naturaleza de la reforma positiva y negativa. Si las pequeñas tiendas empezaran a tener mayores ventas y las grandes menos, significaría dos cosas, ambas prácticas. Querría decir que el ímpetu centrípeto se habría aminorado, si no detenido, y podría por fin convertirse en movimiento centrífugo. Querría decir que habría cierto número de nuevos ciudadanos en el Estado a los cuales no sería posible aplicar todos los argumentos socialistas o serviles. Ahora bien, cuando se tuviera una cantidad considerable de pequeños propietarios, de hombres con la psicología y la filosofía de la pequeña propiedad, entonces se podría empezar a hablarles de algo más parecido a un acuerdo general justo sobre sus propios planes; algo más parecido a una tierra en la que puedan vivir cristianos. Se les puede hacer comprender, al contrario que a plutócratas y proletarios, por qué no debe existir la máquina si no es al servicio del hombre, por qué las cosas que nosotros mismos producimos son queridas como hijos nuestros, y por qué podemos pagar demasiado caro el lujo, con la pérdida de la libertad. Con que sólo empiecen a desprenderse cuerpos de hombres de los empleos serviles, empezarán a formar el cuerpo de nuestra opinión pública.
Ahora bien, hay un gran número de otras ventajas que podrían concederse al hombre pequeño, que pueden ser consideradas en su lugar. En todas ellas presupongo una política deliberadamente favorable al hombre pequeño. Pero en el primer ejemplo dado aquí apenas podemos decir que hay cuestión alguna de favor. Se hace una ley que establece que los dueños de esclavos deben liberarlos por un día: el hombre que no tiene esclavos está enteramente fuera de la cuestión; no cae bajo ella legalmente porque no entra en ella lógicamente. Ha sido deliberadamente arrastrado a ella, no a fin de que todos los esclavos sean libres por un día, sino a fin de que todos los hombres libres sean esclavos durante toda su vida. Pero mientras algunos de los recursos son sólo justicia ordinaria para la pequeña propiedad, por el momento la cuestión es que al principio valdrá la pena crear la pequeña propiedad, aunque sea solamente en pequeña escala. Existirían otra vez los ciudadanos y labradores ingleses, y donde quiera que existan, cuentan. Hay muchas otras formas (que pueden ser brevemente descritas) de fomentar la división de la propiedad en un sentido legal y legislativo. Más tarde trataré algunas de ellas, especialmente las que se refieren a la verdadera responsabilidad que el Gobierno podría asumir razonablemente en una situación financiera y económica que se está haciendo absolutamente ridícula. Desde el punto de vista de cualquier persona cuerda, de cualquier otra sociedad, el problema actual de la concentración capitalista no es sólo una cuestión de derecho, sino de derecho criminal, por no decir de locura criminal.
En alguna otra parte se dice algo acerca de esa monstruosa megalomanía de las grandes tiendas, con sus llamativos anuncios y su estandarización estúpida. Pero quizás sea bueno añadir en la cuestión de las pequeñas tiendas que, una vez que existen, tienen por lo general una organización propia mucho más digna y mucho menos vulgar. Esa organización voluntaria, como todos saben, se llama gremio, y es perfectamente capaz de hacer todo lo que realmente hay que hacer en materia de vacaciones y fiestas populares. Veinte peluqueros podrían muy bien arreglarse unos con otros para no competir entre sí en una fiesta determinada o en determinada forma. Resulta divertido advertir que la misma gente que dice que un gremio es cosa medieval y muerta que nunca marcharía, generalmente rezonga contra el poder del gremio como cosa viva y moderna donde ésta en realidad marcha. El caso del gremio de los médicos es un ejemplo: se les reprocha en los periódicos que la confederación en cuestión rehúse «hacer accesibles al público en general los descubrimientos médicos». Cuando examinamos las necedades que la prensa hace accesibles al público en general, tenemos motivos, me parece, para dudar de si nuestras almas y cuerpos no están por lo menos tan a salvo en manos de un gremio como tienen probabilidad de estarlo en manos de un trust. Por el momento, el asunto principal es que las pequeñas tiendas pueden ser gobernadas, aunque el Gobierno no sea el patrón. Por horrible que esto pueda parecer a los idealistas democráticos de hoy, son capaces de gobernarse por sí mismas.

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