La tormenta.

                La tormenta arrecia. El viento desgarra las velas. El palo mayor se quiebra. Las olas, altas como montañas de tristeza salada, amenazan con romper la quilla. La proa gira sobre sí misma intentando buscar la salida. No hay pasado ni futuro, solo un presente para luchar por tu vida. No pierdas el norte grumete que más allá del horizonte se encuentra la tierra prometida. Miguel Navarro.

De Umberto Eco.

“La juventud ya no quiere aprender nada, la ciencia está en decadencia, el mundo marcha patas arriba, los ciegos guían a otros ciegos y los despeñan en los abismos, los pájaros se arrojan antes de haber echado a volar, el asno toca la lira, los bueyes bailan, María ya no ama la vida contemplativa y Marta ya no ama la vida activa, Lea es estéril, Raquel está llena de lascivia, Catón frecuenta los lupanares, Lucrecio se convierte en mujer. Todo está descarriado. Demos gracias a Dios de que en aquella época mi maestro supiera infundirme el deseo de aprender y el sentido de la recta vía, que no se pierde por tortuoso que sea el sendero.” Umberto Eco.


Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (10)




"Vivimos una época en que es más difícil para un hombre libre hacerse un hogar de lo que era para el asceta medieval pasarse sin él."





Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (10)

III
ALGUNOS ASPECTOS DE LA TIERRA.

2. Votos y voluntarios.

A veces nos han preguntado por qué no admiramos a los que hacen propaganda tanto como se admiran ellos mismos. Una respuesta es que está en su naturaleza admirarse a sí mismos. Y en la índole misma de nuestra tarea está el enseñar a la gente a criticarse o, más bien (y es preferible) a darse de puntapiés. Hablan acerca de la verdad en los anuncios, pero no puede haber nada semejante en el sentido profundo en el que necesitamos la verdad en la política. Es imposible decir en los términos alegres de la publicidad la verdad sobre lo mal que están las cosas o la verdad acerca de lo difícil que va a resultar mejorarlas. Nadie que ponga anuncios va a ser tan sincero como para decir:
«Haga lo que pueda con nuestra vieja y pésima máquina de escribir, en este momento no podemos conseguir nada mejor». Pero en realidad tenemos que decir que nuestros amigos «pasarán un mal rato si empiezan a trabajar nuevos campos por su propia cuenta; pero es lo que hay que hacer». No podemos hacer creer que estamos ofreciendo solamente satisfacciones y comodidades. Cualquiera que sea nuestra opinión definitiva sobre la maquinaria que ahorra trabajo, no podemos ofrecer nuestro ideal como una máquina que ahorra trabajo. En nuestro ideal no hay más propuesta de incomodidad de la que hay para un hombre en un incendio, una batalla o un naufragio. No hay más camino que el camino del peligro para salir del peligro. La forma de llamamiento que debe hacerse a los ingleses es la forma de llamamiento que se hace ante una gran guerra o una revolución. Aunque la trompeta emitiera un sonido incierto... pero debe ser el sonido inconfundible de una trompeta. El megáfono de la propia satisfacción mercantil es fuerte, pero no claro. Por su naturaleza, sólo puede decir cosas suaves, aunque las diga estruendosamente; es como alguien que susurra dulces naderías, aun cuando su susurro fuera un grito horrible. ¿Cómo puede pedir la publicidad que los hombres se preparen para la batalla? ¿Cómo puede la publicidad hablar el lenguaje del patriotismo? No puede decir: «Compre tierra en Blinkington-on-Sea y prepárese para la lucha contra piedras y abrojos». No puede emitir un sonido seguro, como el antiguo somatén que tocaba a sangre y fuego, y decir a las gentes de Puddleton que corren peligro de hambre. Para hacer justicia a los hombres, nunca nadie anunció las necesidades del ejército de cocineros afirmando que era conveniente para el fogón. No dijimos a los soldados: «Prueben nuestras trincheras; son un deleite». Hicimos una especie de tentativa de llamamiento a cosas mejores, y tenemos que volver a hacerlo frente a cosas peores. El tono de los anuncios es lo que hace tan difícil esto. Porque lo que tenemos que considerar a continuación es la necesidad de acción individual independiente en gran escala. Queremos que se conozca la necesidad, como se hizo saber que había necesidad de soldados. La educación ha sido demasiado comercial en su origen y ha dejado que la hunda la publicidad comercial. Venía demasiado de la ciudad, y ahora casi la han arrojado de la ciudad. Educación quería decir en realidad enseñanza de cosas de la ciudad a gente del campo que no quería aprenderlas. Admito más bien que sería mucho mejor empezar al menos con aquellos que realmente la necesitan. Pero también sostengo que hay realmente gran cantidad de gente en la ciudad y en el campo que verdaderamente la necesitan.
Pensemos o no en una futura ley agraria, sea o no sea nuestro concepto del distributismo rígido o tosco, pero eficaz, creamos o no en la compensación o la confiscación, busquemos esta o aquella ley, no debemos sentarnos y esperar ley alguna. Mientras crece el pasto el caballo tiene que mostrar que quiere pasto: tiene que explicar que es realmente un cuadrúpedo herbívoro. El cumplimiento de las promesas parlamentarias es más lento que el crecimiento de la hierba, y si no se hace nada antes de que se complete lo que se llama un proceso constitucional, estaremos casi tan cerca del distributismo como lo está del socialismo un político laborista. Me parece necesario revivir en primer lugar el método medieval o recto, y pedir voluntarios.
Los ingleses podrían hacer lo que hicieron los irlandeses. Podrían hacer las leyes obedeciéndolas. Si como los primitivos patriotas del Sinn Fein hemos de adelantarnos al cambio legal mediante un acuerdo social, necesitamos dos clases de voluntarios para llevar a cabo la experiencia inmediata. Es necesario que averigüemos cuantos labriegos hay, real o potencialmente, que podrían cargar con la responsabilidad de pequeñas granjas por el bien de la verdadera propiedad, a fin de bastarse a sí mismos y de salvar a Inglaterra en un momento desesperado. Queremos saber cuántos terratenientes hay que cederían o venderían a bajo precio su tierra para dividirla en granjas de ese tipo. Sinceramente, creo que el hacendado llevaría la mejor parte. O, más bien, creo que al labriego le tocaría la parte más difícil y heroica. A veces hasta le convendría al propietario ceder del todo la tierra, puesto que está pagando por lo que no le produce nada a cambio. Pero de cualquier modo, todos deben darse cuenta de que la situación, sin usar frases abusivas, exige remedios heroicos. Es imposible disimular que el hombre que reciba la tierra, más aún que el que la entregue, tendrá que tener algo de héroe. Nos dirán que los héroes no brotan en todos los setos, y que no encontraremos bastantes para defender todos nuestros cercos. Hace apenas unos años reunimos tres millones de héroes con un toque de clarín, y la trompeta que hoy oímos es, en un sentido más terrible, la trompeta del juicio.
Necesitamos una llamada popular de voluntarios que salven la tierra, exactamente como en 1914 se necesitaron voluntarios para salvar el país. Pero no queremos que se debilite el llamamiento con ese rasgo pusilánime, cansado, funesto y deplorable que los periódicos llaman optimismo. No estamos pidiendo a unos niños que pongan buena cara mientras les toman sus fotografías: estamos pidiendo a hombres grandes que hagan frente a una crisis tan grave como una gran guerra. No estamos pidiendo a la gente que recorte un cupón de un diario, sino que trace surcos de labrantío en un desierto sin huellas; y si han de triunfar, deberá hacerse frente a la labor con algo del espíritu inquebrantable del antiguo cumplimiento de un voto. San Francisco mostró a quienes lo siguieron el camino de una felicidad mayor, pero no les dijo que una vida errante y sin hogar sería un dechado de felicidad; ni lo anunció en tableros como un camino de rosas. Pero vivimos una época en que es más difícil para un hombre libre hacerse un hogar de lo que era para el asceta medieval pasarse sin él. La disputa sobre los arrabales de Limehouse era el modelo de guía del problema... si podemos llamar modelo de guía a algo que no guía y sobre lo cual sólo un loco modelaría algo. Los habitantes de los barrios bajos dicen verdadera y decididamente que prefieren sus casuchas a los bloques de apartamentos que se les proporcionan como alternativa de las casuchas. Y las prefieren, se afirma, porque las casas viejas tenían al fondo corrales donde podían dedicarse «a sus hobbies de pájaros y a la cría de gallinas». Cuando se les ofrecieron otras oportunidades, sobre un plan de reparto, tuvieron la espantosa depravación de decir que les gustaba tener cercas alrededor de sus corrales privados. Tan terrible y abrumador es el torrente rojo del comunismo cuando entra en ebullición en los cerebros de las clases trabajadoras.
Desde luego, es concebible que sea necesario, durante alguna convulsión violenta, que las casas de la gente se apilen una sobre otra en forma de torres de apartamentos. Y así también podría ser necesario que los hombres treparan sobre los hombros de otros hombres durante un diluvio o para salir de una grieta abierta por un terremoto. Y lógicamente es concebible, y hasta matemáticamente exacto, que disminuiríamos las muchedumbres de las calles de Londres si pudiéramos acomodar a los hombres verticalmente, en vez de horizontalmente. Si solamente hubiera algún medio por el cual un hombre pudiera caminar con otro hombre de pie encima de él, y otro sobre éste y así sucesivamente, se ahorrarían muchos empujones. Los hombres se colocan de este modo en las pruebas de acrobacia, y es claro que tales acrobacias podrían hacerse obligatorias en todas las escuelas. Es un cuadro que me agrada mucho, como cuadro. Espero ver (en mi afición al arte por el arte) semejante torre viviente moviéndose majestuosamente a lo largo de la avenida Strand. Me agrada pensar en un tiempo de verdadera organización social, cuando todos los empleados de los señores Boodle & Bunkham ya no aparezcan en la forma desordenada y dispersa en que lo hacen actualmente, cada uno desde su pequeña villa suburbana. Ni siquiera marcharían, como en la etapa inmediata e intermedia del Estado Servil, en una columna de filas bien formadas, desde el dormitorio de una parte de Londres hasta el emporio de la otra. No. Ante mí surge una visión más noble que llega hasta las alturas del mismo cielo. Una pagoda tambaleante de empleados, cada uno en equilibrio sobre otro, se mueve a lo largo de la calle, haciendo tal vez demostraciones acrobáticas en el aire a medida que avanza, para mostrar la perfecta disciplina de su maquinaria social. Todo eso sería muy impresionante; y, entre otras cosas, realmente economizaría espacio. Pero si uno de los hombres cercanos a la punta de esa torre movediza dijera que esperaba poder volver a visitar la tierra algún día, simpatizaría con su sentido del destierro. Si dijera que para el hombre lo natural es caminar sobre la tierra, yo estaría de acuerdo con su escuela filosófica. Si dijera que es muy difícil cuidar pollos en esa postura acrobática y a esa altura, yo pensaría que su dificultad es una dificultad verdadera. En principio podría responderse que el amor a los pájaros sería más adecuado a la percha tan etérea, pero en la práctica esos pájaros serían pájaros muy caprichosos. Por último, si dijera el hombre que cuidar gallinas ponedoras es tarea social digna y estimable, más estimable y digna que servir a los señores Boodle & Bunkham con la más perfecta disciplina y organización, estaría de acuerdo con ese sentimiento por encima de todo lo demás.
Ahora bien, todo nuestro problema social es muy difícil, y aunque en cierto modo su parte agrícola sea la más simple, en otro sentido no es en modo alguno la menos difícil. Pero este asunto de Limehouse es un ejemplo vívido de cómo hacemos más difícil la dificultad. Se nos dice una y otra vez que los habitantes de los barrios bajos de las grandes ciudades no pueden ser simplemente librados a la tierra, que no quieren ir al campo, que no tienen inclinaciones ni ideas que de algún modo puedan convertirlos en gente interesada por la tierra, que no puede concebirse que tengan algún placer, salvo los placeres de la ciudad, ni aun disconformidad alguna, salvo el bolchevismo de las ciudades. Y luego, cuando toda una muchedumbre de ellos quiere criar gallinas, los obligamos a vivir en apartamentos. Cuando multitud de ellos quiere tener cercas, nos reímos y los mandamos a barracas públicas. Cuando toda una población desea insistir en empalizadas y cercados y en las tradiciones de la propiedad privada, las autoridades obran como si estuvieran sofocando un motín rojo. Cuando estos mismos habitantes desesperanzados de los arrabales ponen realmente todas sus esperanzas en una ocupación rural, que todavía pueden practicar en las casuchas, los apartamos de esa ocupación diciendo que mejoramos su condición. Se toma a un hombre que tiene la cabeza puesta en un gallinero, se lo instala a la fuerza sobre zancos gigantes de cien pies de altura, donde no puede alcanzar el suelo, y luego se dice que se lo ha salvado de la miseria. Y después se agrega que un hombre así sólo puede vivir sobre zancos y que nunca podría interesarse por las gallinas.
Ahora bien, la pregunta primerísima que se hace siempre a aquellos que defienden nuestra forma de reconstrucción agrícola es fundamental, porque es psicológica. Podemos o no necesitar cualquier otra cosa para una comunidad labriega, pero sin duda necesitamos labriegos. En la actual mezcla y confusión de civilización más o menos urbanizada, ¿tenemos siquiera los elementos primeros o las primeras posibilidades? ¿Tenemos labriegos o al menos labriegos en potencia? Como a todas las preguntas de ese tipo, no puede contestarse con estadísticas. Las estadísticas son artificiales aun cuando no sean ficticias, porque siempre dan por sentado el hecho mismo que un cálculo recto siempre tiene que negar: suponen que cada hombre es un solo hombre. Se basan en una especie de teoría atómica de que el individuo es realmente individual, en el sentido de indivisible. Pero cuando abiertamente tratamos con la proporción de diferentes amores u odios o esperanzas o apetitos, lejos de ser esto un hecho que pueda darse por sentado, es el primerísimo que debe ser negado. Lo niega toda esa consideración más profunda que los hombres acostumbraban a llamar espiritual, hasta que se arriesgaron a decirlo en griego y llamarla psíquica o psicológica. En un sentido, la espiritualidad más alta insiste, desde luego, en que un hombre es uno solo. Pero en el sentido aquí implícito, la opinión espiritual siempre ha sido la de que un hombre es por lo menos dos, y la opinión de los psicólogos ha demostrado cierta inclinación a convertirlo en media docena. Por lo tanto, de nada vale discutir el número de labriegos que son nada más que labriegos. Es muy probable que no haya ninguno. No vale preguntar cuántos labradores o campesinos completos y acabados, con sus blusas, pala y horquilla en mano esperan en las cercanías de Brompton o Brixton que les demos la señal para volver precipitadamente a la tierra. Alguien tan tonto como para esperar semejante cosa no se ha de hallar en nuestro pequeño partido político. Cuando tratamos este género de asunto tratamos con elementos diferentes dentro de la misma clase, y aun del mismo hombre. Tratamos con elementos que deberían ser estimulados o educados o (si tenemos que usar la palabra en algún momento) desarrollados. Tenemos que considerar si hay materiales de los cuales pueden sacarse labradores que constituyan una comunidad labriega, si realmente queremos intentarla. En ninguna de estas notas he sugerido que exista la más mínima posibilidad de que se haga si no queremos intentarlo.
Ahora bien, usando las palabras en este sentido razonable, sostengo que existe todavía en Inglaterra mucho elemento humano al que le agradaría volver a esta suerte de Inglaterra más sencilla. Algunos de ellos lo comprenden mejor que otros, algunos se comprenden a sí mismos mejor que otros; algunos estarían dispuestos a que fuera una revolución; otros se aferran a esto muy ciegamente, como a una tradición; algunos han pensado en esto sólo como en un hobby; otros no han oído hablar nunca de eso y lo sienten sólo como una carencia. Pero creo que el número de personas a quienes les agradaría escapar del enredo de las meras ramificaciones y comunicaciones de la ciudad y volver a acercarse a las raíces de las cosas, a donde las cosas proceden directamente de la naturaleza, es muy crecido. Probablemente no sea una mayoría, pero sospecho que aún ahora es una minoría numerosa. Un hombre no desea necesariamente esto más que cualquier otra cosa en cada momento de su vida. Ninguna persona cuerda espera que un movimiento conste enteramente de monomaniacos. Pero gran cantidad de gente lo desea mucho. Es la impresión que me ha dejado la experiencia, que es, entre todas las cosas, lo más difícil de reproducir en una polémica. Lo advierto por el modo con que innumerables habitantes de los suburbios hablan de sus jardines. Lo adivino por la clase de cosas que realmente envidian al rico. Una de las más notables es simplemente el espacio vacío. Lo compruebo en todos los hombres que desean el campo aun cuando lo denigran. Lo noto en el profundo interés popular que existe en todas partes, especialmente en Inglaterra, por lo que se refiere a cría y cuidado de cualquier clase de animal. Y si buscara un ejemplo supremo, simbólico y triunfante de todo lo que quiero decir, podría encontrarlo en el caso que he citado de estos hombres que viven en los barrios más miserables de Limehouse y no sienten deseos de abandonarlos, porque significaría dejar atrás un conejo de una conejera o un pollo de un gallinero.
Pues bien, si en realidad hiciéramos lo que sugiero, o si en realidad supiéramos lo que estamos haciendo, aprovecharíamos a estos habitantes de los arrabales como si fueran niños prodigio o (lo que es aún más lucrativo) fenómenos que pueden ser exhibidos en una feria. Veríamos que esta gente tiene un genio innato para esas cosas. Los alentaríamos en tales cosas, los educaríamos en tales cosas. Veríamos en ellos la semilla y el principio viviente de un verdadero resurgimiento espontáneo del campo. Repito que sería una cuestión de proporción, y por ende de tacto. Pero nos pondríamos de su lado, confiados en que ellos estarían del nuestro y del lado del campo. Reconstruiríamos nuestra educación popular de modo que fomentara esos pasatiempos. Pensaríamos que vale la pena enseñar a la gente las cosas que tiene tanto anhelo de enseñarse a sí misma. Les enseñaríamos. A veces, en un arranque de humildad cristiana, hasta podríamos permitirles que ellos nos enseñaran a nosotros. Y lo que hacemos es echarlos en masa fuera de sus casas, donde hacen estas cosas con dificultad, y arrastrarlos chillando a lugares nuevos, donde no pueden hacerlas en absoluto. Este solo ejemplo mostraría cuánto estamos haciendo en realidad por la reconstrucción rural de Inglaterra.
Aunque mucho podría hacerse mediante voluntarios y mediante un convenio voluntario entre el hombre que realmente pudiera hacer el trabajo y el hombre que con frecuencia no puede percibir la renta, nada hay en nuestra filosofía social que prohíba el uso del poder del Estado donde puede usarse. Y ya fuera por un subsidio del Estado o mediante un gran fondo voluntario, me parece que todavía sería posible dar al menos al otro hombre algo equivalente a la renta que no percibe. Dicho con otras palabras, mucho antes de que nuestros comunistas lleguen al procedimiento contencioso de la confiscación, me parece uno de los recursos de la civilización permitir que Brown compre a Smith lo que para Smith ya tiene poco valor, pero que podría ser de gran valor para Brown. Conozco la oposición corriente al subsidio, y el argumento general que se aplica igualmente a la suscripción; pero creo que una subvención para restaurar la agricultura se vería mejor pagada en el futuro que una subvención para sostener la posición de la hulla; exactamente como la creo a su vez más defendible que medio centenar de salarios que pagamos a multitud de personas despreciables por importunar a los pobres con fingida ciencia y tiranía mezquina. Pero, como ya he indicado, hay otras formas en las que podría ayudar el Estado. Puesto que tenemos educación por el Estado, parece una lástima que nunca pueda ser determinada en cualquier momento por las necesidades del Estado. Si la necesidad inmediata del Estado es la de prestar cierta atención a la existencia de la tierra, parece que en realidad no hay razón para que los ojos de maestros y alumnos, que contemplan las estrellas, no se vuelvan en dirección a este planeta. Actualmente, nuestra educación no es ciertamente para ángeles, sino más bien para aviadores. Ni siquiera comprende el deseo de un hombre de permanecer atado a la tierra. En su ideal hay una locura que con justicia puede llamarse extraterrena.
Ahora bien, sugiero que sería conveniente un grupo de labriegos voluntarios, primero como núcleo, pero creo que sería un foco de atracción. Creo que se alzaría no sólo como una roca, sino también como un imán. Con otras palabras, tan pronto como se admita que puede hacerse, se volverá importante cuando cierto número de otras cosas no pueda ya hacerse. Donde la industria está cada vez peor, esto sería considerado lo mejor incluso por los que lo consideran sólo aceptable en segundo término. Cuando hablamos de la gente que abandona el campo y se congrega en las ciudades, no juzgamos el caso con justicia. Algo puede dejarse para un tipo social que preferirá siempre los cinematógrafos y las tarjetas postales a la propiedad y la libertad. Pero no hay nada concluyente en el hecho de que la gente prefiera vivir sin propiedad y sin libertad con un cine, a vivir sin propiedad y sin libertad sin un cine. A algunas personas puede gustarles la ciudad tanto como para que prefieran vivir asfixiadas en ella a vivir libres en el campo. Por lo tanto, creo que si creáramos un grupo considerable de labriegos, el grupo crecería. La gente se replegaría hacia él a medida que se retirara de las industrias decadentes. En la actualidad el grupo no crece porque no existe el grupo que pueda crecer; la gente ni siquiera cree en su existencia, y menos puede creer en su extensión.
Hasta aquí, me propongo simplemente sugerir que muchos campesinos estarían ahora dispuestos a trabajar solos en la tierra, aunque fuera un sacrificio; que muchos hacendados estarían dispuestos a cedérsela, aunque fuera un sacrificio; que el Estado (y para eso cualquier otra corporación patriótica) podría tener obligación de ayudar a uno o a ambos de estos gastos, que no sería un sacrificio intolerable ni imposible. En todo esto recordaría al lector que sólo estoy tratando de la actividad inmediatamente practicable, y no de una condición última y completa; pero me parece que podría emprenderse casi enseguida algo de esta clase. A continuación procederé a considerar un malentendido acerca de cómo un grupo de labriegos podría vivir del producto de la tierra.

Garcia Lorca a Malva Marina Neruda.



Poema escrito por Federico García Lorca a Malva Marina Neruda, la hija que Pablo Neruda posteriormente abandonó y murió, creo recordar, cuando cumplió 8 años.

Versos en el nacimiento de Malva Marina Neruda

Malva Marina, ¡quién pudiera verte
delfín de amor sobre las viejas olas,
cuando el vals de tu América destila
veneno y sangre de mortal paloma!

¡Quién pudiera quebrar los pies oscuros
de la noche que ladra por las rocas
y detener al aire inmenso y triste
que lleva dalias y devuelve sombra!

El Elefante blanco está pensando
si te dará una espada o una rosa;
Java, llamas de acero y mano verde,
el mar de Chile, valses y coronas.

Niñita de Madrid, Malva Marina,
no quiero darte flor ni caracola;
ramo de sal y amor, celeste lumbre,
pongo pensando en ti sobre tu boca.




De Balzac

  “ Finalmente, todos los horrores que los novelistas creen que  están inventando están siempre por debajo de la verdad” .  Coronel Chabert...

– Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes. (Luis Vélez de Guevara – 1641)

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