Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (11)





Necesitamos un círculo social en el cual las cosas vuelvan constantemente a quienes las arrojan, y hombres que sepan el final y el comienzo, y la vuelta completa, de nuestra pequeña vida.


Los límites de la cordura - G.K. Chesterton (11)
III
ALGUNOS ASPECTOS DE LA TIERRA.
3. El verdadero vivir de la tierra.

Ofrecemos una de las muchas propuestas para reparar el mal del capitalismo, convencidos de que la nuestra es realmente la única propuesta que puede repararlo. Las demás son todas propuestas para empeorarlo. Lo normal, para arreglar un funcionamiento equivocado, es invertirlo. El proceso natural, cuando la propiedad ha caído en manos de los menos, es restituirla a las manos más numerosas. Si hay veinte hombres pescando en un río, apiñados de tal forma que sus sedales se enredan en uno solo, la operación lógica es desenredarlos y separarlos de modo que cada pescador tenga su sedal. No hay duda de que un filósofo colectivista parado en la orilla podría señalar que los sedales entrelazados ya son prácticamente una red y que podría ser remolcada
mediante un esfuerzo común, de manera que rastreara el lecho del río. Pero, aparte de que su proyecto resultaría dudoso en la práctica, sería un insulto a los más elementales principios intelectuales. Sacar una ventaja dudosa de las cosas que están mal no es ponerlas bien. De igual modo, exagerar un percance ni siquiera suena a proyecto sano. El socialismo no es más que la consumación de la concentración capitalista; pero esa concentración fue llevada a cabo ciegamente, como un desatino. Ahora bien, la sencillez que encierra la idea de reparar lo que está mal hecho atraería, creo, a mucha gente sencilla que siente que los sistemas sociológicos complicados son del todo antinaturales. Por esa razón sugiero en este punto que muchos hombres corrientes, propietarios y peones, tories y radicales, probablemente nos ayudarían en esta tarea si se la separara de los partidos políticos y del orgullo y pedantería de los intelectuales.
Pero hay otro aspecto de la tarea que es a la vez más fácil y más difícil. Es más fácil porque no hay que abrumar a la gente con las complejidades de la industria cosmopolita. Es más difícil porque es duro vivir separado de esas complejidades. Un distributista por cuyo trabajo (en un pequeño diario, ¡ay!, afeado con mis propias iniciales) siento viva gratitud, advirtió una vez una verdad a menudo descuidada. Dijo que vivir de la tierra era cosa totalmente diferente que vivir sacando cosas de ella. Probó, mucho más brillantemente de lo que yo podría hacerlo, cuán práctica es la diferencia en economía política. Pero me gustará agregar aquí una palabra sobre una distinción equivalente en la ética. Para la economía política, es obvio que la mayoría de los argumentos sobre el fracaso inevitable de un hombre que cultive nabos en Sussex son argumentos sobre su fracaso en la venta de éstos, no sobre su imposibilidad de comérselos. Ahora bien, como ya he explicado, no me propongo reducir a un solo tipo a todos los ciudadanos, y mucho menos reducirlos a comedores de nabos. En mayor o menor grado, según lo impusieran las circunstancias, indudablemente habría gente que vendería nabos a otra gente; quizá hasta el más ferviente devorador de nabos vendería probablemente algunos a otras personas. Pero mi intención no se verá con claridad si se supone que no se necesita más simplificación social que la que implica vender los nabos de un campo en vez de vender sombreros de copa en una tienda. Me parece que muchísima gente estará contentísima de vivir de la tierra cuando encuentre que la única alternativa es morirse de hambre en la calle. Y es seguro que se modificaría la atrocidad moderna del desempleo si un número crecido de personas viviera realmente en la tierra, no sólo en el sentido de dormir sobre la tierra, sino de alimentarse de ella. Habrá muchos que sostengan que esto significaría una vida muy opaca, comparada con las emociones que proporciona morirse en un hospicio de Liverpool; exactamente como hay muchos que insisten en que la mujer media está hecha para afanarse en el hogar, sin preguntarse si el varón medio se alegra de tener que trabajar en la oficina. Pero, pasando por alto el hecho de que tal vez pronto tengamos que hacer frente a un problema al menos tan prosaico como el del hambre, no admito que semejante vida sea necesaria o enteramente prosaica. Las poblaciones rurales, que se mantienen muy bien a sí mismas, parecen haberse entretenido con muchas mitologías y danzas y artes decorativas; y no estoy convencido de que todo comedor de nabos tenga cerebro de nabo ni de que el sombrero de copa cubra siempre la cabeza de un filósofo. Pero si contemplamos el problema desde el punto de vista de la comunidad como totalidad, notaremos otras cosas también interesantes. Un sistema enteramente basado en la división del trabajo es en cierto sentido literalmente imbécil. Esto es, cada ejecutante de media operación usa en realidad la mitad de su ingenio. No es un problema estrictamente intelectual. Pero sí es una cuestión de integridad, en el sentido estricto de la palabra. El campesino no vive solamente una vida sencilla, sino una vida completa. Puede ser muy simple en su entereza; pero la comunidad no está completa sin esa entereza. La comunidad es actualmente muy defectuosa, porque no hay en su centro nada de ese conocimiento simple: ningún hombre que represente las dos partes de un contrato. No existe en ninguna parte un conocimiento completo de estos términos: propia manutención, dominio de sí mismo, autonomía. Y ese conocimiento propicia la única multitud unánime y el único hombre universal. Donde se da, existe la única mitad del mundo que sabe cómo vive la otra mitad. Muchos deben de haber citado el sublime verso de Virgilio «feliz aquel que conoce las causas» sin recordar el contexto donde aparece. Es probable que muchos lo hayan citado porque lo habían citado otros. Muchos, si se les pidiera que adivinaran de dónde procede, probablemente se equivocarían al hacerlo. Todo el mundo sabe que Virgilio, como Homero, se arriesgó a referir bastante osadamente los concilios más secretos de los dioses. Todos saben que Virgilio, como Dante, condujo a su héroe al Tártaro, al infierno, y a las profundidades últimas y más bajas del universo. Todos saben que trató de la caída de Troya y el nacimiento de Roma, de las leyes de un imperio dispuesto a gobernar a todos los hijos de los hombres, de los ideales que deberían estar presentes como estrellas ante los encargados de esa terrible misión. Sin embargo, no es con relación a ninguna de estas cosas, en ninguno de estos pasajes, donde hace esa observación curiosa sobre la felicidad humana consistente en un conocimiento de las causas. Lo dice, creo, en un poema agradablemente didáctico acerca de las normas para la cría de abejas. De cualquier modo, es parte de una serie de elegantes ensayos sobre actividades campestres, que en cierto sentido, es verdad, son triviales, pero en otro sentido son casi técnicos. En medio de estas cosas tranquilas y sin embargo activas es donde el gran poeta sale de pronto con el gran pasaje sobre el hombre feliz a quien ni reyes ni muchedumbres pueden intimidar; el hombre que, habiendo contemplado la raíz y razón de todas las cosas, podrá oír siempre bajo sus pies, sin temblar, el rugido del río del infierno.
Y al decir esto, el poeta prueba ciertamente, una vez más, dos grandes verdades: que el poeta es profeta, y que el profeta es un hombre práctico. Así como su anhelo de un salvador de los pueblos era profecía inconsciente de Cristo, así también su crítica de la ciudad y el campo es una profecía inconsciente de la decadencia que ha sobrevenido al mundo por apostatar del cristianismo. Mucho puede decirse sobre la monstruosidad de las ciudades modernas; es fácil de ver y quizás demasiado fácil de decir. Simpatizo enteramente con cualquier profeta de cabellera desordenada que levante la voz por las calles para pregonar la ruina de Brompton, a la manera de la ruina de Babilonia. Ampararé (hasta la suma de seis peniques, como decía Carlyle) a cualquier viejo barbudo que agite los brazos y haga bajar fuego del cielo sobre Bayswater. Estoy del todo de acuerdo en que los leones rugirán en las alturas de Paddington, y estoy completamente a favor del advenimiento de chacales y buitres que críen a sus hijos en las ruinas del Albert Hall. Pero quizás en estos casos el profeta es menos explícito que el poeta. No nos dice exactamente qué tiene de malo la ciudad, sino que deja a nuestra propia y fina intuición la tarea de inferir, por la aparición repentina de salvajes unicornios que pisotean nuestros jardines, o por una lluvia de serpientes llameantes que vuelan como flechas sobre nuestras cabezas a través del cielo, o algún otro detalle significativo, que probablemente algo anda mal. Pero si deseamos saber intelectualmente, por otro camino, qué es lo que tiene de malo la ciudad, y por qué parece estar encaminándose a destinos tan poco naturales y mucho más horribles, habremos de buscar en esa impertinencia profunda y aguda del verso latino.
Lo que le sucede al hombre de la ciudad moderna es que no sabe las causas de las cosas: y por eso, como dice el poeta, puede dejarse dominar demasiado por déspotas y demagogos. No sabe de dónde provienen las cosas; es el tipo de cockney culto que decía que le gustaba la leche sacada de una lechería limpia y no de una vaca sucia. Cuanto más compleja es la organización ciudadana y más compleja es la educación ciudadana, el hombre es menos aquel individuo feliz de Virgilio que sabe las causas de las cosas. La civilización ciudadana significa simplemente que existe un número alto de intermediarios por los cuales pasa la leche para llegar desde la vaca hasta el hombre; dicho con otras palabras, significa un elevado número de posibilidades de desperdiciar la leche, de aguarla, de envenenarla y de estafar al hombre. Si éste alguna vez protesta porque le envenenan o le estafan, seguramente se le dirá que de nada vale llorar por la leche derramada; o, con otras palabras, que intentar deshacer lo que está hecho o restaurar lo ya destruido es sentimentalismo reaccionario. Pero el hombre no protesta mucho, porque no puede; y no puede porque no sabe lo suficiente acerca de las causas de las cosas, sobre las formas primeras de la propiedad y la producción, o los puntos donde el hombre se halla más cerca de sus orígenes verdaderos.
Hasta aquí el hecho fundamental está bastante claro, y esta cara de la verdad incluso es bastante conocida. Pocas personas son todavía lo suficientemente ignorantes como para hablar del campesino ignorante. Porque es evidente que, en el sentido vital, sería mucho más verdadero hablar del ignorante hombre de la ciudad. Aun donde el hombre de la ciudad está bien empleado, no está en este sentido igualmente bien informado. En verdad, veríamos este hecho simple con claridad suficiente si afectara a cualquier cosa excepto a lo esencial de nuestra vida. Si un geólogo golpeara con su martillo sobre los ladrillos de una casa a medio construir y les dijera a los albañiles qué es el barro y de dónde procede, podríamos pensar que es un estorbo, pero probablemente pensaríamos que es un estorbo instruido. Podríamos preferir el martillo del obrero al del geólogo; pero tendríamos que admitir que hay cosas en la cabeza del geólogo que no se encuentran en la cabeza del obrero. Sin embargo, el campesino, o simplemente cualquier muchacho de campo, puede saber algo sobre el origen de nuestros desayunos, como sabe el profesor sobre el origen de nuestros ladrillos. Si vemos un grotesco monstruo medieval llamado cerdo colgado patas arriba del gancho de un carnicero, como un inmenso murciélago colgado de una rama, será el muchacho del campo quien nos tranquilice y calme nuestros chillidos mediante alguna explicación sobre las costumbres inofensivas de este animal fabuloso, e indicando la relación extraña y secreta entre él y el tocino de la mesa del desayuno. Si frente a nosotros, en la calle, cayera un meteorito, quizás simpatizáramos más con el policía que quisiera quitarlo de la vía pública que con el profesor que deseara pararse en la calle y dictar una clase sobre los elementos constitutivos del cometa o la nebulosa de los que se ha separado el fragmento. Pero, aunque uno encontrara justificado que el policía exclamara (en griego antiguo): « ¿A mí qué me importan las Pléyades?», aún admitiría que de un profesor se puede obtener más información que de un policía acerca del suelo y los estratos de las Pléyades. Asimismo, si algún monstruo raro y crecido llamado calabaza nos sorprende como un rayo, no nos imaginemos que resulta tan raro como para nosotros para el hombre que cultiva calabazas, simplemente porque su campo y su trabajo parecen estar tan lejos como las Pléyades. Reconozcamos que es, después de todo, un especialista en estas calabazas misteriosas y cerdos prehistóricos, y tratémoslo como a un erudito procedente de una universidad extranjera. Inglaterra está ahora tan lejos de Londres que sus emisarios podrían al menos ser recibidos con el respeto que se debe a los visitantes distinguidos que llegan de la China o de las Antillas. Sea como fuere, no hay que seguir hablando de ellos como de simples ignorantes al hablar de lo que nosotros ignoramos. Un hombre puede considerar inaplicable el conocimiento del campesino, como otro puede considerar fuera de lugar el del profesor; pero en ambos casos es un conocimiento, porque es conocimiento de las causas de las cosas.
La mayoría de nosotros se da cuenta, en cierto sentido, de que esto es verdad; pero muchos todavía no se han dado cuenta de que lo inverso también es verdad. Y esa otra verdad, una vez comprendida, es la que nos lleva al necesario siguiente punto sobre la posición del campesino: el campesino también tendrá sólo una experiencia parcial si cultiva cosas en el campo con el único fin de venderlas en la ciudad. Es claro que la representación de la ignorancia de la ciudad o la del campo en la forma grotesca que he empleado es sólo una broma. Lo he sugerido a modo de ejemplo. El hombre de la ciudad no cree realmente que la leche llueva de las nubes o que el tocino crezca en árboles, aunque tenga una idea bastante vaga sobre las calabazas. Sabe algo de eso, pero no lo suficiente para que su conocimiento sea de gran valor. El rústico no cree en realidad que la leche se use para enjalbegar o las calabazas como almohadones, aunque en realidad nunca vea para qué se usan. Pero si es mero productor de ellas, y no consumidor, su posición se hace tan parcial como la de cualquier empleado cockney, casi tan estrecha y aún más servil. Dado lo maravilloso del cuento de la calabaza, es malo que el campesino sólo conozca su principio, y también es malo que el empleado sólo conozca el final.
Intercalo aquí esta sugerencia de carácter general por una razón particular. Antes de que lleguemos a la conveniencia práctica del campesino que consume lo que produce (y a la razón para considerarlo, como ha solicitado el señor Heseltine, mucho más practicable que el método por el cual sólo vende lo que produce), creo que vendría bien señalar que este procedimiento, aunque más conveniente, no es una simple concesión a la conveniencia. A mí me parece cosa excelente, en la teoría tanto como en la práctica, que exista un cuerpo de ciudadanos primeramente ocupado en producir y consumir, y no en comerciar. Me parece parte de nuestro ideal, y no meramente parte de nuestra obligación, que haya en la comunidad un núcleo de vida sencilla y a la vez completa. Se puede reservar un lugar moderado al comercio y a la variedad, como se le dio en el viejo mundo de ferias y mercados. Pero en alguna parte, en el centro de la civilización, debería haber un tipo que sería verdaderamente independiente, en el sentido de que produciría y consumiría dentro de su propia esfera social. No digo que semejante vida humana completa sea favorable para la humanidad toda. No digo que el Estado necesite solamente al hombre que no necesita el Estado. Pero sí digo que es muy necesario el hombre que satisface sus propias necesidades. Lo digo especialmente porque, a causa de su ausencia en la civilización moderna, esta civilización ha perdido unidad. No es tarea de nadie registrar la totalidad  de un proceso, ver de dónde vienen las cosas y a dónde van. Nadie sigue el curso completo y tortuoso del río de la leche en su fluir de la vaca al niño. Ninguno de los que presencian la muerte de un cerdo tiene la obligación de darse cuenta de que el sacrificio del cerdo tiene por fin que se lo coman. Los hombres arrojan calabazas a otros hombres como balas de cañón, pero no las recuperan como
boomerangs. Necesitamos un círculo social en el cual las cosas vuelvan constantemente a quienes las arrojan, y hombres que sepan el final y el comienzo, y la vuelta completa, de nuestra pequeña vida.

1 comentario:

  1. interesante tema de mucha reflexión, esa interrelación perfecta campo-ciudad así como lo individual es en pequeños poblados, no podría ser en grandes ciudades de consumo, necesariamente el campo pasa a ser una industria para la reproducción masiva local y foránea en que se crea dependencia tal, que paso a ser usado como calabazas.

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– Contra hidalguía en verso -dijo el Diablillo- no hay olvido ni cancillería que baste, ni hay más que desear en el mundo que ser hidalgo en consonantes. (Luis Vélez de Guevara – 1641)

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